Resistencias del psicoanálisis

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Freud habló de las resistencias «al» psicoanálisis, pero éste también las ejerce sobre sí mismo.

por Carlos Guzzetti.

Estas jornadas me permitieron acercarme nuevamente a la facultad, a mi facultad, en la que me formé académicamente y donde enseñé durante muchos años. Las circunstancias determinaron que me apartara de ella hace ya bastante. Y confieso que lo que extraño de esa experiencia es el diálogo con los más jóvenes, cuyas preguntas y cuestionamientos constituyen un ejercicio de los más interesantes para el pensamiento.

El peor problema que debe afrontar el que enseña es el confort. Y no me refiero a la comodidad de las aulas o la tecnología disponible sino al confort intelectual, a la comodidad lograda cuando ya se manejan textos, teorías y polémicas de taquito y uno termina creyendo que a eso se reduce el universo de los problemas y que los conceptos son el nombre de lo real.

Algo diferente sucede en el consultorio, en el hospital, en la clínica de todos los días. Por más ergonómicos que sean, los sillones de los analistas resultan un poco incómodos. Un sujeto que sufre siempre cuestiona las teorías, las denuncia como insuficientes, independientemente de cuál sea la de nuestra preferencia. Y no sólo lo hace cuando enfrenta al clínico con obstáculos aparentemente insalvables o lisa y llanamente con el fracaso terapéutico. También cuando el análisis fluye, cuando se producen cambios perceptibles en la manera en que alguien goza y sufre, cuando pasamos a otra cosa, abandonando el tedio de la repetición. La producción de lo nuevo en un análisis siempre es una sorpresa y un enigma, tanto para el paciente como para el analista. Creo firmemente que los momentos fecundos están marcados por esta característica, que distingue al trabajo analítico de un método hermenéutico. Me explico:

El sueño fundacional de Freud que pasó a la historia como el de “la inyección de Irma” muestra el modo en que pensaba el trabajo del análisis en los comienzos de su investigación. Se queja en el sueño de que Irma se resistía a aceptar la “solución” que el terapeuta ofrecía para su síntoma. Solución que en definitiva se basaba en los conocimientos o hipótesis previos, dando sentido a la opacidad de las manifestaciones neuróticas. Incluso en sus primeros trabajos, sostenido en la primera teoría del trauma, pensaba que de lo que se trataba era de hallar la pieza faltante del rompecabezas y que con su comunicación al paciente terminaba el trabajo del analista. Su esperanza era que la interpretación justa aportase el sentido faltante, restableciendo la unidad psíquica quebrantada por el síntoma. No olvidemos que ya a esta altura Freud se había encontrado con la resistencia de los síntomas ante la sugestión hipnótica y eso lo había llevado a abandonar ese método para inventar la asociación libre. Sin embargo Irma también se resiste y eso es lo que cuestiona y desafía la teoría de entonces.

Observamos que la resistencia es una de las primeras evidencias que la clínica aporta a la investigación psicoanalítica. La sorpresa que esto le causa lo obliga a reformular sus hipótesis iniciales. Es un buen ejemplo de cómo enfrentó las resistencias que su propia teoría ofrecía al análisis de Irma. Podríamos decir lo mismo a propósito de todos los historiales. Cada uno de ellos, en sus éxitos y fracasos, abrió nuevas vías a la investigación teórica.

No voy a extenderme en este punto, ya que me propongo pensar con Uds. otra cuestión. Simplemente quería dejar sentado el valor de la sorpresa, de lo inesperado en la construcción de las teorías. Y esto vale no sólo en el psicoanálisis. A poco que uno explore la historia de las ciencias, se encontrará con el poder creativo de la sorpresa, del hecho que cuestiona las doctrinas establecidas, del nuevo giro del pensamiento que aparece en el lugar más inesperado, dando lugar a un modo desconocido de abordar la realidad del campo de pertinencia propio de cada disciplina.

Comencemos por las resistencias “al” psicoanálisis que, como decíamos, fueron una evidencia clínica inicial en la obra de Freud. Son las que ejerce el sujeto ante el trabajo de deconstrucción (aná-lisis) del discurso neurótico, fuerzas que se oponen a la labor analítica. Como sabemos, ya avanzada su obra, distinguió cinco de ellas en el escenario de la cura, ordenándolas según la tópica estructural que iniciara en “El yo y el ello”. Lacan luego fue taxativo al afirmar que las resistencias siempre son del analista, lo que da un nuevo giro a la cuestión.

Creo que una de las grandes líneas de pensamiento de la obra del fundador, lo que le dio el alcance enorme que adquirió en la cultura del siglo pasado y que perdura hasta hoy, es la idea de que el sujeto es al mismo tiempo individual y colectivo. Que la constitución misma del sujeto es una formación colectiva, donde el otro está siempre presente desde el comienzo (recordemos las primeras líneas de “Psicología de las masas”). Por lo tanto la psicología individual no puede distinguirse de la psicología colectiva. Este vector también orienta su concepción de las resistencias, que no serán sólo fuerzas que el sujeto opone a la cura sino también las que la colectividad, la cultura de una época, opone al trabajo analítico. Recordemos que tan tempranamente como 1909, en ocasión de su viaje a EEUU invitado por la Universidad Clark en compañía de Ferenczi y Jung, afirmó que iba a llevar la peste al interior del puritanismo y pragmatismo norteamericanos. Era ya entonces conciente de las resistencias que una cultura, que se iba convirtiendo en centro de irradiación mundial de su propio modelo, podía ejercer sobre la nueva disciplina, aún embrionaria y no confiaba demasiado en el desarrollo posible de un psicoanálisis norteamericano. ¿Tuvo razón? Lo que es seguro es que esta idea resonó en buena parte de la doxa que formó a generaciones de colegas, en especial en nuestro país, tan aficionado a la cultura europea, particularmente la francesa. Altri tempi.

Esta línea de pensamiento encontrará más tarde su desarrollo al señalar las razones de estas resistencias. El psicoanálisis provoca una tercera herida narcisista a la idea del hombre como centro del universo, haciendo serie con Copérnico y Darwin. El concepto de inconciente, la evidencia de la sexualidad infantil y la noción de que los síntomas neuróticos, los sueños y las formaciones del inconsciente tienen un sentido, desafían la filosofía, la ciencia y los prejuicios de su época. Quiero decir con esto que las resistencias “al” psicoanálisis provienen tanto del interior del dispositivo de la cura como de la cultura en la que esta práctica se desenvuelve.

Nunca es ocioso insistir en el hecho de que la obra de Freud es resultado de su época, particularmente fecunda en nuevas producciones culturales. La Viena de finales del siglo XIX era terreno fértil para el surgimiento de ideas que revolucionaron el mundo. Las ciencias, el arte, la filosofía, encontraron en ese momento y en ese lugar nuevas vías de apertura que incidieron de modo decisivo sobre el desarrollo posterior. Y en la historia de la humanidad no abundan esos fermentos.

Nos encontramos entonces ante una paradoja –y entramos así en uno de los sesgos por los que pretendo abordar la cuestión-. El psicoanálisis de Freud, lo digo de este modo en apariencia redundante –¿acaso hay otro psicoanálisis que el de Freud? [1]- porque me interesa subrayar que el psicoanálisis no es UNO, incidió (y todavía lo hace) de modo decisivo en los desarrollos culturales posteriores. Desde el surrealismo hasta algunas corrientes contemporáneas de la neurología, desde la filosofía hasta la banalización que recogen los medios de comunicación, son tributarios del descubrimiento freudiano. Pero al mismo tiempo no debe olvidarse que éste está determinado por su tiempo. Estoy convencido de que el invento freudiano es una suerte de bricolage –recordemos aquí el pensamiento salvaje de Lévi-Strauss- de artefacto teórico-clínico producto de la ensambladura de saberes diversos, que tienen el valor de metáforas o ficciones en las que apoyar el pensamiento, provenientes de los recursos disponibles en ese momento. Y esto nos previene de cualquier dogmatismo, porque muchos de esos saberes (antropológicos, lingüísticos, biológicos, físicos) han mostrado su caducidad con el siglo largo de historia que ya llevamos. La pregunta es: ¿acaso su superación ha hecho también caducar las ideas centrales del pensamiento freudiano? ¿Acaso el psicoanálisis es en el siglo XXI una disciplina nostálgica de tiempos mejores? ¿No habrá sido arrastrado por la vorágine del desarrollo de las ciencias al arcón de los encajes de nuestras abuelas?

Allí se apoyan las críticas malintencionadas provenientes de fuentes por lo general motorizadas por los intereses de los grandes laboratorios farmacéuticos y los sistemas de medicina gerenciada. La nueva psiquiatría y las técnicas terapéuticas cognitivo-conductuales han iniciado hace algunos años una campaña de desprestigio y descrédito del psicoanálisis a favor de métodos más eficaces y veloces. De allí provienen las más fuertes resistencias “al” psicoanálisis, sistematizadas en el llamado “Libro negro”, con amplia difusión mediática poco tiempo atrás. Ciertamente, nos cabe a los psicoanalistas mucha responsabilidad en estas críticas y, si bien no son pocos los esfuerzos de algunos colegas por desenmascarar esta operación, no son tantos los destinados a revisar nuestras prácticas clínicas, teóricas e institucionales que son, en definitiva, merecedoras a menudo de las más despiadadas objeciones.

Entramos de este modo de lleno en lo que hoy intento transmitir. Me pregunto qué capacidad mostramos los analistas para analizar el análisis, para volver sobre nuestras propias prácticas la reflexión que inducimos a producir entre paciente y terapeuta. Se trata, pues, de analizar las resistencias “del” psicoanálisis.

Intentaré entonces acercar algunas ideas provenientes de mi experiencia.

Recordaba al comienzo mi paso por la facultad de Psicología. Mi formación académica de grado se realizó en buena parte bajo la dictadura militar. Por entonces el psicoanálisis era palabra non sancta. La brutalidad militar expresada en las desapariciones, asesinatos y torturas, también confundía los discursos que no conocía y de este modo Freud y Marx se daban la mano para la mentalidad obtusa de las autoridades de esta casa. Baste como ejemplo el hecho de que el secretario académico de algún momento era un militar retirado, perfectamente dispuesto, si la ocasión se presentaba, a quemar todos los libros en la misma pira, como forma de hacerlos desaparecer. También comencé mi labor docente en ese mismo período y transité con ella muchos años de democracia. Pude observar de este modo la metamorfosis de un psicoanálisis rebelde que intentábamos transmitir, resistente a la estrechez mental totalitaria, a un psicoanálisis que no tardó en establecerse como doctrina oficial de esta facultad. Psicología pasó a ser sinónimo de psicoanálisis, lacaniano, para más precisiones y resistente –en un sentido antitético-, impermeable a todo pensamiento que no se ajustara a sus passwords establecidas. Hablo de los tiempos que viví como docente. La realización de esta serie de eventos constituye a mi entender un esfuerzo por levantar esta resistencia “del” psicoanálisis en la universidad.

Breve ilustración del fino borde que separa ambas formas de la resistencia, como dos caras de la moneda. Las resistencias “al” motorizaron el pensamiento y, a medida que ellas cedían por las condiciones sociales, políticas y culturales más favorables, fue el propio psicoanálisis, bajo algunas de sus expresiones, quien se constituyó en guardián de la ortodoxia psi. Quiero decir que las resistencias son una evidencia clínica inicial y  también se expresan en el amplio campo de la cultura, por lo tanto debemos hacer el esfuerzo de pensarlas como un hecho inmanente a la propia praxis. Lo que resiste “al”, desde fuera, al mismo tiempo resiste desde dentro mismo de la disciplina, como dispositivo clínico, como teoría del sujeto y como institución.

Debo admitir que vengo usando el término psicoanálisis en un sentido unívoco, como si al modo de un axioma definiese una única praxis, cuando ya enuncié la afirmación de que el psicoanálisis no es UNO. Incluso podríamos extremarla hasta decir que hay tantos psicoanálisis como pacientes.

Ahora bien, si es cierto que no hay UN psicoanálisis ¿Qué es el psicoanálisis?

La nuestra no es una práctica solipsista. Si bien la cura se realiza en la mayor soledad ante el analizante, sin que ninguna pertenencia, adscripción teórica o saber nos autorice, el análisis como método terapéutico exige otra labor para sostenerse: la producción de teoría, de escritura sobre la experiencia. Y se escribe en muchas lenguas, algunas de ellas inaccesibles para los extranjeros no iniciados, otras meros dialectos, otras mixtas al modo del spanglish o el portuñol. Aun así esa labor configura un nosotros, una comunidad de interlocutores, aquellos entre quienes es posible poner en circulación el modo singular de dar cuenta de la experiencia del inconsciente.

Recordemos que Freud constituía la comunidad analítica a partir de dos “palabras clave”:

La teoría psicoanalítica es un intento por comprender dos experiencias… transferencia y resistencia. Cualquiera que adopte estas experiencias como punto de partida de su trabajo merece llamarse psicoanalista, aunque llegue a resultados diversos a los míos. (Contribución a la Historia del movimiento psicoanalítico,1914)

A la luz de nuestra experiencia más cercana, tan propicia a formas segregativas más estrictas y sistemáticas, que con premura anatematizan a los “otros” como ajenos e incluso enemigos, estos significantes constituyen de por sí una frontera muy blanda, si bien lo suficientemente firme.

No me parece necesario mucho más para definir el campo del psicoanálisis, que no es a mi entender un campo alambrado sino más bien como la pampa nostálgica de Güiraldes: …las osamentas sirven de mojón a los que después de uno sienten el vértigo del desierto. Así se conquistan horizontes. Así se regala el bien habido a los timoratos. Es un campo con fronteras blandas, con zonas de cohabitación y de hospitalidad con las otras producciones culturales y con un horizonte siempre a la vista. La protección frente al vértigo que produce siempre ha sido refugiarse en el fondo de la cueva, desde la época de los trogloditas. Los analistas también nos agrupamos según esa lógica arcaica. Y defendemos nuestra escucha del ataque de las fieras.

No obstante, si algo hemos aprendido en este ya largo siglo de psicoanálisis es a deponer la soberbia, de la que por otra parte Lacan no se privó.

Entre todas las que se proponen en el siglo, la obra del psicoanalista es tal vez la más alta porque opera en él como mediadora entre el hombre de la preocupación y el sujeto del saber absoluto. (Proposición del 9 de octubre….)

Lejos estamos de una mística parecida, tal vez por la falta de un espíritu de su talla. Por el contrario, el quehacer cotidiano nos confronta con la insuficiencia de nuestros instrumentos y con la urgencia que nos empuja a la invención, tanto en los dispositivos clínicos, como en las herramientas conceptuales. Nuestro campo encuentra sus bordes que se mestizan con los bordes de otros campos de la cultura de los tiempos.

La subjetividad de nuestra época, que es otra que la de Freud, obvio es señalarlo, está construida sobre todas las formas de segregación, de lo que dan testimonio muchos fenómenos sociales –el country, la villa, las tribus urbanas de adolescentes, los pibes chorros, el piercing y el tatuaje como retorno de formas tribales de identificación, el cercamiento del espacio público, etc.-. También la clínica testimonia de ello. La frecuencia de los ataques de pánico, las fobias, las adicciones, el aislamiento, los efectos de las  organizaciones laborales que operan como picadoras de carne humana, nos dicen algo de esta subjetividad epocal.

Por otra parte las grandes migraciones, la globalización de las comunicaciones, la informática, son condiciones propicias para la producción de nuevas subjetividades. Es obvio que los niños de hoy aprenden de maneras muy distintas a los de generaciones anteriores. La diversidad, la interdisciplina, la inmediatez de la información, la diagonalidad del conocimiento, permiten avizorar para nuestro arte nuevos horizontes. Ya no los de la Ilustración, propios de sus orígenes. Repetir entonces las doctrinas establecidas resulta muy poco eficaz para incidir en lo real de la clínica de hoy. No será sin ellas, no será sin los conceptos adquiridos, sino en su puesta “en sufrimiento”-para traducir la expresión coloquial francesa-, en espera, en provisionalidad, como recibiremos las nuevas demandas.

Derrida instó a los psicoanalistas en Paris 2000 a ocuparse de las cuestiones de la soberanía, la crueldad y la resistencia, problemas a su entender centrales en la cultura global del nuevo milenio, para operar sobre ellas una revolución. Potente posición política respecto del papel que nos reclaman los tiempos e inspiradora del trabajo de muchos de nosotros.

El propio Freud había reconocido algunas de esas grandes coordenadas. La anticipación de Psicología de las masas, El porvenir de una ilusión, sus trabajos sobre la guerra y sobre todo la noción de “superyó cultural”, que a mi parecer tiene la máxima fecundidad y actualidad, son su modo de decirlas.

Podemos entonces intentar una primera respuesta: el psicoanálisis es aquello que hacemos los psicoanalistas.  Lo que efectivamente hacemos en nuestros consultorios del hospital, de la obra social o prepaga, o en el de cada uno. Lo que hacemos frente al paciente que sufre. Las prácticas son de lo más diversas. Y me refiero a las prácticas clínicas, pero también deberíamos incluir a las prácticas teóricas. Recuerdo aquí a Fernando Ulloa, quien dijo una vez que no se trata de practicar teorías sino de teorizar las prácticas.

A menudo he encontrado que colegas jóvenes con formaciones teóricas sólidas, sienten que sus prácticas, ya sean hospitalaria, de obra social, como peritos, en la educación, no se corresponden con el ideal de “psicoanalista” que forjaron durante sus estudios. En el peor de los casos ajustan sus prácticas a las necesidades de la teoría.

Una pequeña viñeta:

Cuando en los comienzos de mi práctica trabajaba en un Centro de Salud Mental me llegó una paciente ya mayor, virgen de psicoanálisis y de la vida que, luego de las entrevistas preliminares, a la usanza de la época, me pidió pasar a diván. El hecho es que estábamos en un edificio semiderruido, en un box de 2 x 2 sin aislación acústica, pero, sobre todo, no había diván. Los colegas estirábamos a menudo la funda de nuestros divanes en el consultorio privado, pero en el hospital no había diván. A lo sumo una vieja camilla arrumbada en un corredor, pero diván, diván, no. Conversando con un colega me comentó que atendía de espaldas para respetar el encuadre analítico. Yo ya había optado por llevar adelante el tratamiento, como todos, con el escritorio de por medio y cara a cara.

En segundo lugar y lo que lo distingue del pensar filosófico, el psicoanálisis es un lazo social, uno muy particular y una verdadera invención de Freud. La asociación libre instituye un modo inédito de vínculo con el otro y la apuesta de la cura es que allí se genere algo nuevo que introduzca un desplazamiento del eje en el inevitable circuito de la repetición.

Transferencia es el nombre de ese lazo, que es nuevo porque responde a una lógica paradojal. Es amor, que siempre se promete eterno, pero marcado por la prohibición de concretarlo; es perecedero, está destinado a terminarse para que el paciente retome su vida real. La constatación de que es simultáneamente principal motor y obstáculo a la consecución de la cura se inscribe en esta lógica y, como tal, nos desafía a no reducirla a una oposición. Es ambas cosas en el mismo acto, por lo cual las resistencias en el campo transferencial son hechos de estructura. El mismo dispositivo, pensado para facilitar la asociación libre, opera como límite a ella. La presencia real del analista es ineludible –pensemos en algunos dispositivos contemporáneos, como las sesiones telefónicas con pacientes en el extranjero, o incluso algunas propuestas de atención por msn, que ponen esta cuestión en primer plano- y opera tanto como posibilitadora del encuentro productivo al tiempo que obstáculo a la asociación libre.

Lo mismo vale para los analistas. Las transferencias a autores o agrupamientos institucionales inciden decisivamente en la disponibilidad a la escucha.

Además es una práctica social, que se inscribe en otras prácticas sociales (salud pública, educación, justicia, etc.) y como tal está sometida a determinaciones que pretende ajenas, al tiempo que incide sobre ellas.

Estos dos aspectos, el de ser un lazo social nuevo y al mismo tiempo una práctica social entre otras, plantean siempre debates. El análisis lego intentó responder a esta cuestión afirmando el derecho a su ejercicio al margen del Estado. La realidad internacional nos muestra que cada vez más esta autonomía, propia de una práctica profesional liberal en vías de extinción, está retrocediendo.

Es casi obvio afirmar que el psicoanálisis es una teoría sobre el sujeto, el inconciente y los mecanismos psíquicos que rigen la sexualidad humana. Como tal está sujeta a todas las legalidades que rigen las teorías, en especial las resistencias a abandonar las certezas adquiridas, la coagulación de los conceptos, la tendencia a constituir sistema, la naturalización de ciertas lógicas de pensamiento.

Es también una institución y perdurable por cierto. 115 años para ser exactos (próximos a cumplirse desde la noche del 24 al 25 de julio de 1895, en que Freud soñó a Irma). En esta afirmación doy por obvio el hecho de que los analistas solemos reunirnos en instituciones. Lo digo además en dos sentidos diferentes:

– la intimidad de la relación analista – analizante configura una institución, con su encuadre y su proceso, como lo definía Bleger, masa de sólo dos en palabras del viejo maestro. La regularidad de los encuentros, los rituales que sedimentan, los sobreentendidos y lo que Freud llamaba la “lengua fundamental” que se establece entre paciente y analista, son manifestaciones de esta dimensión, que debe ser sistemáticamente analizada.

– la comunidad analítica, independientemente de sus adscripciones institucionales, debe ser considerada como institución. Los modos de abordar la clínica, las categorías que utiliza para desarrollar su pensamiento, la concepción que se tiene de la cura, responden a legalidades institucionales. Las modas teóricas, los dogmatismos de turno, las diversas “curas tipo” son síntomas de ello y están sujetos a las condiciones de la subjetividad de la época.

Resumiendo, en cada uno de estos planos operan resistencias, tanto en la teoría, en la clínica como en la dimensión institucional. Planos que se imbrican entre sí y que resulta difícil abordar por separado ya que obedecen a determinaciones cruzadas. Un modo de pensar la teoría conlleva sus propios abordajes clínicos, que a su vez revierten sobre la manera de teorizar y son congruentes con las transferencias y pertenencias institucionales.

Respecto de la producción teórica tenemos que habérnoslas con resistencias del pensamiento. El binarismo del adentro y el afuera, modo de defensa primordial y constitutivo, según el cual el “fremde”, el ajeno, es el enemigo, modela todas las formas del lazo social, se inmiscuye en los vínculos más íntimos y nos alcanza aun en el consultorio. Nuestro modo de pensar, las lógicas que rigen el encadenamiento de las ideas, está moldeado en esa matriz de oposiciones binarias, que tienden a reducir la paradoja en que se sostiene nuestro trabajo.

Un ejemplo de ello es el concepto de sujeto. Muchas veces creemos estar a salvo de la incertidumbre, porque ha sido infinitamente transitado. El sujeto dividido, barrado, castrado, subvertido una y mil veces, parece no ofrecer mayores problemas en su conceptualización. No obstante, la vía de la simplificación está facilitada. En principio por toda la tradición cartesiana y racionalista, tal vez en el fondo aristotélica, que nos habita y pulsa incansablemente a la producción de imaginarios sustanciales, alcanzando nuestros modos de teorizar la experiencia.

El sujeto en fading –metáfora muy cinematográfica, a propósito-, desvaneciéndose, sólo aprehensible por sus rastros en futuro anterior, tiende rápidamente a sustancializarse, a ontologizarse (con perdón de la filosofía), por la propia lógica de la subjetividad de los tiempos, como un sujeto dividido, una unidad partida por el filo del significante en dos pedazos con diferentes destinos. Así el binarismo se impone: intervalo entre dos significantes, saber y goce, saber y verdad.

Creo que es posible localizar en Freud -siempre es posible localizar algo en Freud, ya que forma parte de la subjetividad de la época, o si se prefiere de nuestro superyó cultural- la concepción de un sujeto, dividido, sí, pero múltiple. El primer párrafo de su tratado sobre las masas, al que hacía referencia al comienzo, afirma que

En la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo.

Me parece leer en este párrafo una idea completamente diferente de una concepción relacional, se trata más bien de la estructuración misma del sujeto como multiplicidad. Interpretar allí al Otro con mayúsculas no nos dispensa de reconocer la diversidad de los otros, ya no en tanto semejantes sino reconociendo a la propia diversidad -la différance al modo de Derrida- como el verdadero Kern unseres wesen, carozo de nuestro ser. Y entonces esa enumeración del otro como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo merece ser seguida de puntos suspensivos y, podríamos agregar, como fraterno, como amigo (precisamente de la amistad me he venido ocupando desde hace algún tiempo), como compañero de juego, sobre todo esto último. Lo cual nos pone nuevamente en el camino de la invención en cada análisis

Hace años dije que “Nadie es el sujeto”, aprovechándome de la astucia de Ulises ante el cíclope. Ahora afirmaría que el sujeto es muchos, tantos como nadie. Pienso en un sujeto como sistema abierto, disipativo, que goza de su juego múltiple en un devenir irreversible.

Por supuesto, lo mismo pasa con el objeto. Sobre esto resultan revulsivas las teorizaciones de Winnicott sobre el espacio potencial y el objeto transicional. El objeto es dado al mismo tiempo que creado, lo que pone en entredicho a los eventuales sujetos en juego.

Los tiempos seguros de una clínica edipizante han mostrado su insuficiencia, si bien su retorno una y otra vez es ineludible. Muchas veces nos encontramos operando de ese modo y debemos trabajar para no dejarnos fagocitar por el confort del modelo. Con más frecuencia el trabajo se orienta a deconstruir los andamiajes míticos edípicos que la vulgata freudiana sedimenta en cada paciente.

Asimismo están en crisis las variantes de una clínica “castratoria”, orientada por la “falta”. Cuando la noción se sustancializa se la persigue como el burro a la zanahoria. La tarea del analista es así “producir el corte”, encarnar la falta, lo que da lugar a los más variados recursos técnicos, que con frecuencia se aproximan a prácticas de manipulación que alcanzan niveles de crueldad insospechados, bajo la máscara de la abstinencia o la neutralidad. El silencio, el así llamado acto analítico, la interrupción de las sesiones que no da tiempo a la perlaboración, son la contraparte de la dependencia creada por los análisis interminables, rutinarios, que nuestra generación ha conocido y padecido.

Estas resistencias “del” psicoanálisis tienen su expresión en la clínica cotidiana. He tenido varios pacientes, legos o colegas, muy analizados antes de llegar a mí, con una cultura de diván muy frondosa. Es divertido ver cómo los conceptos de Complejo de Edipo, castración, sexualidad infantil, entran en el discurso como una forma de la resistencia. Cada hecho de la vida debe ser remitido a las vivencias tempranas, todo tiene su por qué. Son casos en los que el análisis dejó como sedimento una identificación a la jerga y, lo que es más importante, al modo de pensar de la doxa analítica. Podrá decirse que fueron análisis incompletos, que el paciente es particularmente resistente e inteligente, que intenta seducirnos, lo que sea. Pero nos cabe como comunidad una gran responsabilidad en ello. La experiencia del análisis produce sus propias resistencias y nos toca la tarea de “des-analizar” como condición para el progreso de la cura.

Otra tendencia de las teorías es crear sistemas acabados, que se cierran sobre sí mismos y no dan lugar a ninguna experiencia que los horade. En su interior, las teorizaciones consisten en un ejercicio combinatorio. Se barajan los conceptos canónicos y se reparten una y otra vez. Cuando aparece una mano diferente se cree estar en poder de nuevas articulaciones, siempre a condición de que no se salgan del corpus consagrado so pena de ser condenados a la hoguera por herejes. La herejía es la acusación “prêt á porter” en las tribus analíticas, como lo es en cualquier organización política o religiosa. Vemos de este modo proliferar un inventario de pecados y virtudes tales como la fidelidad, la traición, el dogmatismo, todos ellos marcados por el sello de la cerrazón intelectual. La pertenencia a ese tipo de instituciones se paga, como en “El mercader de Venecia”, con una libra de carne, en este caso los sesos frescos.

El propio Freud percibió estos peligros y, en los comienzos de la Sociedad Psicoanalítica de Viena propuso su disolución todos los años, para refundarla cada vez. La experiencia duró poco y la historia posterior vio crecer instituciones internacionales monolíticas, que, como era de esperar, no tardaron en sucumbir a una suerte de pulsión cismática, constituyendo un amasijo de grupos dispersos, unidos por la rivalidad y el encono. De ellas somos herederos, de sus acreencias y sus deudas.

Para concluir: he intentado diferenciar tres ámbitos de las resistencias que no obstante operan entramados y que en definitiva inciden en el trabajo concreto con los pacientes. Ese es el terreno en el que podemos reconocerlas y analizarlas, ya que no evitarlas porque, como dije, son hechos de estructura. Las teorías psicoanalíticas, en plural, no constituyen desde mi punto de vista una ciencia sino más bien un arte, el arte de bien decir sobre la experiencia del lazo social singular que es la transferencia. Para ello se valen de metáforas tomadas de aquí y de allá, las que cada época ofrece, fecundas y resistentes. Es por eso que, como ante nuestros pacientes, los analistas debemos abrir más las orejas que la boca. Tenemos mucho más para aprender de los “otros”, las otras disciplinas, las otras artes, que para enseñar. Por eso la formación de analistas no consiste sólo en conocer las teorías, conceptos y polémicas propias, lo que es ineludible, sino también en abrirse a las artes y las ciencias, en fin, a la cultura en la que vivimos. Algunas metáforas de la doctrina han dejado de producir pensamiento y su repetición sólo genera tedio o dogmatismo. Recuerdo aquí un aforismo de Borges que afirmaba que la noción de texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio. Se requiere de nuevas metáforas, no sólo porque muchas de ellas dejaron de tener vigencia, sino porque toda metáfora tiene un poder performativo, hace cosas y no es indiferente para el destino de nuestros pacientes qué cosas haga.

Una clínica almidonada sólo sirve para ser mostrada en congresos profesorales. Los analistas siempre nos ensuciamos en el fárrago de padecimientos de los sujetos que nos consultan, por lo que de poco vale la apelación a la ortodoxia.

Ya Ferenczi con sus experimentaciones técnicas nos relataba una clínica lúdica, cuando proponía al análisis de adultos como un caso especial del análisis de niños. A través de Balint estas ideas germinan en Winnicott, de quien todavía tenemos mucho que aprender. Esto nos estimula a reconsiderar el conjunto de los conceptos, a abrirlo en sus múltiples alcances, en sus líneas de fuga, para dar lugar a una clínica fluida en su devenir lúdico, donde el gozo (y no digo simplemente goce) encuentre su lugar.

Noviembre 2008

[1] Valga la referencia para abrir un interrogante sobre el valor del nombre del fundador como fuente de autoridad supuesta. No se me escapa la condición de recurso retórico, pero creo que es legítimo que los analistas nos llamemos freudianos; después de todo el estudio de su obra es nuestro sustrato compartido. La magnitud del obstáculo se amplifica en el caso de otros gentilicios: kleiniano, winnicottiano, lacaniano, norteamericano.

* Este trabajo fue presentado en las jornadas anuales de las cátedras de clínica de niños y adolescentes y de psicopatología infanto juvenil de la facultad de psicología de la UBA. De allí las primeras referencias a la universidad.

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