Judith Dupont, Au fil du temps… une itinéraire analytique

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Como llega el “espíritu” a los analistas

“Pero Ud. enséñenos por favor
Cuando y por quien el espíritu os fue dado”

Jean de la Fontaine, “Cómo llega el espíritu a las niñas” [1]

El oficio de analista, como la mayor parte de los oficios, por otra parte, obliga a plantearse preguntas sobre la manera de aprenderlo, de ejercelo, el mejor modo de medir sus resultados y de evaluar la calidad de los profesionales que lo practican. En lo que hace al psicoanálisis, parece particularmente difícil encontrar las respuestas a estas preguntas básicas, de modo que este oficio se muestra casi inclasificable, a pesar de los innumerables intentos de incluirlo en una categoría pre existente. En efecto, no es medicina, incluso cuando puede ser terapéutico, no es psiquiatría si bien se ocupa de la psyché humana, no es psicología, si bien se sirve de ella, tampoco filosofía, aun cuando implica una visión del mundo, ni sociología, a la que se lo puede aplicar, ni mucho menos una religión…

Sólo para poder concebir un diploma de Estado de psicoanalista y saber bajo qué categoría hacer pagar los impuestos a sus practicantes, los poderes públicos buscan integrarlo a una categoría ya conocida: Salud? Educación? O qué otra? A pesar de la buena voluntad de algunos profesionales que desearían ser reconocidos bajo una etiqueta comprendida por todos y respetable, hay siempre algo esencial que escapa a toda posibilidad de reglamentación.

Por esa misma razón el psicoanálisis plantea, incluso a los que lo practican y se sienten responsables de mantenerlo en un alto nivel de calidad, un problema discutido indefinidamente pero nunca resuelto: el de la formación de los analistas. Se ha intentado seleccionar los candidatos que se consideraban más adecuados, contar el número óptimo de años de análisis obligatorio, el número de sesiones semanales, de casos supervisados, y elegir cuidadosamente los mejores profesionales para instruir a los más jóvenes, todo en vano: cada instituto con su programa de formación. Algunos candidatos salen magistralmente, cualquiera sea la escuela a que pertenecen, otros quedan atrás a pesar de todos los esfuerzos de sus formadores. Sólo cabe rendirse a la evidencia: no se puede enseñar el oficio de analista, sólo se puede aprenderlo. No se puede “formar” un analista, pero algunos llegan a “formarse” para ejercer este oficio.

Se trata pues de un oficio indefinible, inclasificable, inenseñable en tanto se sabe muy bien de qué se trata. Contrariamente a lo que se oye decir a menudo, no es un oficio “imposible” ya que un buen número de personas lo aprende, lo ejerce y es reconocido como capaz de ejercerlo, sin que pueda decirse exactamente con qué criterios.

 A propósito me vienen dos historias a la mente. Una es muy prosaica: se trata del libro de cocina manuscrito que me dejó mi madre. Para hacer una excelente torta de chocolate, escribe, hay que tomar harina, agregarle la manteca necesaria, endulzar a punto, agregar el chocolate y hornear a la temperatura correcta y durante el tiempo necesario. Evidentemente, la primera torta que intenté hacer según esta receta no fue un gran éxito: al sacarla del horno se cayó y rodó hasta un rincón sin romperse…en fin, no era así. Luego, poco a poco el resultado fue mejorando.

La segunda historia es un poco más noble y nos viene de la antigüedad griega. Un viajero quiere llegar a Atenas. En el camino se cruza con Arquímedes sentado bajo una higuera. Le pregunta “A qué distancia está Atenas?” Arquímedes responde “Camina!” El viajero se dice que no hay nada que sacar de ese desdichado débil y retoma su camino. Después de recorrer unos metros Arquímedes le espeta: “A ese paso tienes para dos horas y media”. Es más o menos de este modo como el espíritu puede llegarles a los psicoanalistas, a condición de que su temperamento les permita afrontar todas estas incertidumbres, asumiendo plenamente sus responsabilidades.

Quisiera ilustrar mi exposición con mi testimonio personal. Lo que me llegó de “espíritu” para el psicoanálisis es más o menos del siguiente modo. Como ya dije, nací en 1925. Ferenczi acababa de escribir Thalassa, obra publicada más tarde en húngaro por la editorial de mi padre. Mi abuela, mi tía, mi tío, todos habían desfilado por el diván de Ferenczi, se convirtieron en sus alumnos, luego en colaboradores, y los miembros de mi familia que escaparon a esta experiencia de todos modos frecuentaban asiduamente su casa como amigos. Todos demostraban un gran afecto, mucha ternura y admiración por ese hombre sensible, inteligente, valiente y creativo. Pienso que todos sus efluvios afectivos, a pesar de mi inmadurez en esa época, contribuyeron a la llegada de ese “espíritu” que es el mío.

Los miembros de esa familia son los que me criaron. Eran amantes y atentos a todo lo que yo podía expresar, incluso curiosos de lo que tenía para decir. Me enseñaron que es importante escuchar a las personas y aceptarlas incluso si no se las comprende. También me enseñaron que se podía montar en cólera contra alguien a quien se ama sin que eso desencadenara una catástrofe afectiva. Estaban llenos de principios sobre la educación de los niños, pero dispuestos a cambiarlos cuando no funcionaban. Son ellos quienes me enseñaron que si la teoría y el mundo interior de un paciente no están de acuerdo, siempre es el paciente el que tiene razón. Este tipo de educación ciertamente participó en la llegada de mi particular “espíritu”.

Este hermoso período en el seno de una familia unida llegó a su fin con la anexión de Austria por la Alemania nazi, lo que motivó nuestra emigración a Francia, país ya bien conocido por mis padres pero de todos modos extranjero.

Cortados del resto de la familia por la ocupación alemana de Francia y con el consiguiente peligro permanente para nosotros, se reforzó aún más la solidaridad entre mis padres y yo. Nuestra inhabitual proximidad entre generaciones debió ejercer una influencia sobre todos los aspectos de mi vida, incluso luego, sobre mi vida profesional.

Tenía unos quince años cuando anuncié a mi madre mi intención de hacerme psicoanalista. Mi tía Alicia, psicoanalista, había muerto en 1939, mi abuela también psicoanalista, en 1940. Mi madre estaba terriblemente afectada por el alejamiento y luego la muerte de esos dos seres que amaba profundamente. Yo sentía intensamente su secreto deseo de ver revivir, gracias a mí, algo de ellas. Ese deseo, nunca expresado directamente, seguramente afectó de una u otra manera el “espíritu” del que se trata aquí, tanto como la atmósfera familiar de los años de infancia. Si la Gran Historia no hubiera intervenido, hubiera habido grandes posibilidades de que yo eligiera entrar a la editorial de mi padre, lugar que también había frecuentado en mi infancia. Mis sueños recurrentes de bibliotecas y librerías hacen las delicias de mis noches hermosas.

Pero después de la guerra, la editorial Panthéon no existía más; al cabo de uno o dos años fue nacionalizada y disuelta en las ediciones oficiales de la Democracia popular húngara, de la que ni mis padres ni yo deseábamos volver a ser ciudadanos. La libertad interior, desconocida en Hungría, que irradiaban mis compañeros de clase y los franceses de nuestro entorno, tuvo por cierto su parte en el modo en que me apropié del “espíritu” psicoanalítico.

Entonces, llegado el momento, después de la guerra y del bachillerato, emprendí la realización de mi proyecto psicoanalítico. Por consejo de mi tío Balint, comencé a cursar medicina. Era un medio, no un fin. Pero yo extraje un triple beneficio: cierto saber, un diploma que me evitó menos problemas que otros psicoanalistas y un tercer beneficio, el principal: encontrar al hombre con el que comparto mi vida desde hace sesenta años.

Luego de una serie de entrevistas con innumerables mayores, de los que algunos me parecieron desconcertantes, fui aceptada a lo que en la época se llamaba “didáctico” con Daniel Lagache, a quien elegí por la simplicidad de nuestro primer contacto. Fue una experiencia memorable, y fecunda en muchos aspectos como lo conté más arriba: mi hija nació nueve meses justos después de mi primera sesión y mi hijo aprovechó la vía abierta.

Hacia el final de este análisis de 4 años comencé a recibir pacientes, a asistir a las reuniones de la Asociación y a tomar supervisiones, en esa época frecuentemente colectivas. Allí aprendí mucho. Especialmente a escuchar muy atentamente lo que hacían mis colegas candidatos. Y también a nunca tomar prestado nada de ellos, incluso si alguna de sus maneras de hacer me parecía muy destacable. Ellos eran ellos y yo era yo, con la mías. Allí se formuló una de las raras reglas absolutas de mi oficio, a saber que uno se las arregla mejor con las consecuencias de sus propios errores que con los de los otros. Porque un error, una falsa maniobra, procede siempre de una lógica interna que tiene posibilidad de poder localizar y que tiene un sentido en la relación con el paciente. Un paciente nos conoce, o más exactamente nos “siente” y sabe arreglárselas con nuestros pasos en falso y nuestras incomprensiones, incluso eventualmente perdonárnoslos si aceptamos hacer uso de sus críticas o sus reproches. Un “truco” profesional tomado de un colega o de un maestro del que se admira el talento y la habilidad no tiene ningún sentido descifrable ni por el analista ni por el paciente.

Estas supervisiones me aportaron mucho. Las reacciones de mi supervisor u otros colegas supervisados echaban otra luz, nueva y a menudo inesperada, sobre la situación analítica que yo exponía. Por supuesto estaba en mí ubicar entre todos los comentarios lo que yo era capaz de utilizar, aquello sobre lo que podía asumir por mí misma la responsabilidad total. Ahora que me encuentro a menudo en el rol de supervisor, me doy cuenta que la supervisión es un arte muy particular, golpeado por las mismas incertidumbres que afectan a ese oficio también particular que es el psicoanálisis. Se trata de aportar, en el curso de una discusión clínica, algo que no es un saber sino un esclarecimiento bajo un ángulo diferente al del terapeuta a cargo del paciente. Ese lugar requiere de cierta modestia: no se enseña nada, está en el otro ver si puede sacar algo del intercambio con el supervisor, a su manera y a su ritmo. Entre mis diferentes supervisores fueron Francoise Dolto y Georges Favez quienes mejor cumplieron ese papel.

Y también leí mucho, por supuesto. Y frecuenté seminarios. Y traduje textos de las diferentes lenguas que tengo la suerte de conocer. Indudablemente enriquecí mi cultura y ejercité mi intelecto, pero no podría decir en qué medida y de qué manera ello pudo contribuir a la llegada de mi “espíritu”. Lo que aporta la literatura entra directamente en el intelecto pero muy indirectamente en el “espíritu”.

Si la clínica y la teoría son interdependientes, como muy sabiamente indica el subtítulo del libro común de Ferenczi y Rank, “Perspectivas del psicoanálisis”, son de todos modos dos maneras de abordaje muy diferentes, y a veces incluso contradictorias. La teoría trata de fijar las ideas, definir conceptos, afinarlos poco a poco; la clínica demanda plasticidad, adaptación a las personas y a las situaciones y descartar toda idea preconcebida. Las diferentes teorías buscan iluminar desde diferentes lados los fenómenos observados, ponerlos en forma, extraer lo generalizable. Aun cuando la imaginación juega un gran papel, ellas demandan rigor intelectual. La clínica demanda, ante todo, sensibilidad hacia el otro; la teoría sirve una vez que fue suficientemente “digerida”, para intervenir silenciosamente, incluso sin que se piense en ella en el momento de la acción.

Desde los años 60 comencé a traducir al francés las obras de Ferenczi, luego de Balint. Había algo muy familiar en los recorridos de esos dos autores, cuya aura afectiva había bañado mi infancia aunque yo era por entonces muy pequeña como para comprender las discusiones a las que asistía. Con el tiempo sus teorías me parecieron particularmente “digestas” y sus observaciones e hipótesis constituyeron un puerta de entrada bien adaptada hacia las personas que venían a consultarme. Por cierto hay muchas otras puertas de entrada posibles, muy diferentes y sin duda mejor adaptadas para otros que la mía. Pero es ésta la que concuerda mejor con mi modo de sensibilidad.

Hoy continúo aprendiendo todos los días. Cada persona nueva que encuentro da lugar a una nueva experiencia. La experiencia ya adquirida no me aporta ninguna respuesta, sólo la capacidad de plantear mejor las preguntas.

Quizás fuerzo las puertas abiertas. Pero no dejo de constatar que algunos, incluso si las conocen, vacilan en franquearlas. Para atreverse a exponerse al aire libre, sin paraguas, sin impermeable, sin “en caso que…” preparado de antemano, hay que haber recibido todo lo necesario para desarrollar una buena protección interior.

He aquí resumida la manera en que me llegó mi “espíritu” (y sigue llegando) en contacto con los que me rodearon y todavía me rodean. Pienso que algunos de entre mis colegas reconocerán aquí elementos de lo que ellos mismos han vivido y viven.

[1] Esta fábula de La Fontaine evoca un aprendizaje muy particular, que no es parte integrante de ninguna de las variantes de la formación analítica clásica, practicada por los diferentes institutos. Aunque más de un testimonio hace pensar que, sin embargo, en ciertos casos, ese modo de aprendizaje no estaba totalmente ausente. N.del T. El “cuento libertino” en cuestión cuenta cómo un cura le da el “espíritu” a una jovencita en la soledad de su celda, varias veces en la misma noche y el diálogo posterior de ella con su amiga sobre el tamaño del “espíritu” del cura.

Comment l’esprit vient aux filles

Jean de La Fontaine

Il est un jeu divertissant sur tous,  Jeu dont l’ardeur souvent se renouvelle:  Ce qui m’en plaît, c’est que tant de cervelle  N’y fait besoin, et ne sert de deux clous.  Or devinez comment ce jeu s’appelle. 

Vous y jouez; comme aussi faisons-nous:  Il divertit et la laide et la belle:  Soit jour, soit nuit, à toute heure il est doux;  Car on y voit assez clair sans chandelle.  Or devinez comment ce jeu s’appelle. 

Le beau du jeu n’est connu de l’époux;  C’est chez l’amant que ce plaisir excelle:  De regardants pour y juger des coups,  Il n’en faut point, jamais on n’y querelle.  Or devinez comment ce jeu s’appelle. 

Qu’importe-t-il ? sans s’arrêter au nom,  Ni badiner là-dessus davantage,  Je vais encor vous en dire un usage,  Il fait venir l’esprit et la raison.  Nous le voyons en mainte bestiole.  Avant que Lise allât en cette école,  Lise n’était qu’un misérable oison.  Coudre et filer c’était son exercice;  Non pas le sien, mais celui de ses doigts;  Car que l’esprit eût part à cet office,  Ne le croyez; il n’était nuls emplois  Où Lise pût avoir l’âme occupée:  Lise songeait autant que sa poupée.  Cent fois le jour sa mère lui disait:  Va-t-en chercher de l’esprit malheureuse.  La pauvre fille aussitôt s’en allait  Chez les voisins, affligée et honteuse,  Leur demandant où se vendait l’esprit.  On en riait; à la fin l’on lui dit:  Allez trouver père Bonaventure,  Car il en a bonne provision.  Incontinent la jeune créature  S’en va le voir, non sans confusion:  Elle craignait que ce ne fût dommage  De détourner ainsi tel personnage.  Me voudrait-il faire de tels présents,  A moi qui n’ai que quatorze ou quinze ans ?  Vaux-je cela ? disait en soi la belle.  Son innocence augmentait ses appas:  Amour n’avait à son croc de pucelle  Dont il crut faire un aussi bon repas.  Mon Révérend, dit-elle au béat homme  Je viens vous voir; des personnes m’ont dit  Qu’en ce couvent on vendait de l’esprit:  Votre plaisir serait-il qu’à crédit  J’en pusse avoir ? non pas pour grosse somme;  A gros achat mon trésor ne suffit:  Je reviendrai s’il m’en faut davantage:  Et cependant prenez ceci pour gage.  A ce discours, je ne sais quel anneau  Qu’elle tirait de son doigt avec peine  Ne venant point, le père dit: Tout beau  Nous pourvoirons à ce qui vous amène  Sans exiger nul salaire de vous:  Il est marchande et marchande, entre nous;  A l’une on vend ce qu’à l’autre l’on donne.  Entrez ici; suivez-moi hardiment;  Nul ne nous voit, aucun ne nous entend,  Tous sont au choeur; le portier est personne  Entièrement à ma dévotion;  Et ces murs ont de la discrétion.  Elle le suit; ils vont à sa cellule.  Mon Révérend la jette sur un lit,  Veut la baiser; la pauvrette recule  Un peu la tête; et l’innocente dit:  Quoi c’est ainsi qu’on donne de l’esprit ?  Et vraiment oui, repart Sa Révérence;  Puis il lui met la main sur le téton:  Encore ainsi ? Vraiment oui; comment donc ?  La belle prend le tout en patience:  Il suit sa pointe; et d’encor en encor  Toujours l’esprit s’insinue et s’avance,  Tant et si bien qu’il arrive à bon port.  Lise riait du succès de la chose.  Bonaventure à six moments de là  Donne d’esprit une seconde dose.  Ce ne fut tout, une autre succéda;  La charité du beau père était grande.  Et bien, dit-il, que vous semble du jeu ?  A nous venir l’esprit tarde bien peu  Reprit la belle; et puis elle demande  Mais s’il s’en va ? s’il s’en va ? nous verrons  D’autres secrets se mettent en usage  N’en cherchez point, dit Lise, davantage;  De celui-ci nous nous contenterons  Soit fait, dit-il, nous recommencerons  Au pis aller, tant et tant qu’il suffise.  Le pis aller sembla le mieux à Lise 

Le secret même encor se répéta  Par le Pater; il aimait cette danse.  Lise lui fait une humble révérence;  Et s’en retourne en songeant à cela.  Lise songer ! quoi déjà Lise songe !  Elle fait plus, elle cherche un mensonge,  Se doutant bien qu’on lui demanderait,  Sans y manquer, d’où ce retard venait  Deux jours après sa compagne Nanette  S’en vient la voir pendant leur entretien  Lise rêvait: Nanette comprit bien,  Comme elle était clairvoyante et finette,  Que Lise alors ne rêvait pas pour rien.  Elle fait tant, tourne tant son amie,  Que celle-ci lui déclare le tout.  L’autre n’était à l’ouïr endormie.  Sans rien cacher, Lise de bout en bout  De point en point lui conte le mystère,  Dimensions de I’esprit du beau père,  Et les encore, enfin tout le phébé.  Mais vous, dit-elle, apprenez-nous de grâce  Quand et par qui l’esprit vous fut donné.  Anne reprit: Puisqu’il faut que je fasse  Un libre aveu, c’est votre frère Alain  Qui m’a donné de l’esprit un matin.  Mon frère Alain ! Alain ! s’écria Lise,  Alain mon frère ! ah je suis bien surprise;  Il n’en a point; comme en donnerait-il ?  Sotte, dit l’autre, hélas tu n’en sais guère:  Apprends de moi que pour pareille affaire  Il n’est besoin que l’on soit si subtil.  Ne me crois-tu ? sache-le de ta mère;  Elle est experte au fait dont il s’agit;  Si tu ne veux, demande au voisinage;  Sur ce point-là l’on t’aura bientôt dit:  Vivent les sots pour donner de l’esprit.  Lise s’en tint à ce seul témoignage,  Et ne crut pas devoir parler de rien.  Vous voyez donc que je disais fort bien  Quand je disais que ce jeu-là rend sage.

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