Diálogos entre la vida y la muerte (reflexiones de un biólogo molecular)

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Jean-Claude Ameisen

(traducción Carlos Guzzetti)

Nada tiene sentido en biología
Si no es a la luz de la evolución
Theodosius Dobzhansky

Cada uno de nosotros tiene una muy larga historia que comienza mucho antes de nuestro nacimiento y se extiende a lo largo de la inmensa sucesión de nuestros ancestros, cuya genealogía se pierde en la noche de los tiempos.

Desde su origen, hace alrededor de cuatro mil millones de años, la vida se despliega de manera ininterrumpida sobre la Tierra, engendrando la proliferación de la novedad y la diversidad. Pero este viaje extraordinario a través del tiempo se desarrolló sobre un fondo de catástrofes y hecatombes que llevaron a la extinción de más del 99% de las especies que habitaron alguna vez nuestro planeta. La continuidad de lo vivo se revela como una sucesión de fines de mundo que lograron, antes de desaparecer, dar nacimiento a mundos nuevos. Y de la concepción a la infancia y de la edad adulta a la vejez se construye y se deshace nuestro universo singular y efímero, a lo largo de una sucesión de metamorfosis que nos acercan, cada una, poco a poco, al instante de nuestro fin.

¿Cuál es la naturaleza de las relaciones que mantiene la vida con la muerte?

Hace más de dos siglos, el médico Xavier Bichat definía la vida como “el conjunto de funciones que resisten a la muerte” y, más cerca de nosotros, el filósofo Vladimir Jankélevitch proseguía: “Respecto de la muerte, ella no implica positividad de ninguna índole: el viviente está sujeto a su estéril y mortal antítesis y se defiende desesperadamente contra el no-ser; la muerte es el puro, absoluto impedimento de realizarse”.

Este antagonismo absoluto, esta oposición radical, esta antinomia ¿traducen y resumen de por sí las relaciones que mantienen la vida y la muerte?

Para intentar responder a esta pregunta comenzaremos por cambiar de perspectiva.

Durante toda nuestra existencia, llevamos en nosotros el sentimiento de nuestra unicidad, de nuestra irreductible individualidad. Sin embargo, como el conjunto de los seres vivos que nos rodean, desde las bacterias a las mariposas y de las flores a los pájaros, todos estamos compuestos de células, las más pequeñas entidades autónomas de lo viviente, capaces de tomar sus recursos de su entorno, de eternizarse y reproducirse. Desde su origen, lo viviente se propagó a través del tiempo bajo la forma de células. Y nosotros representamos tan sólo una de las variaciones efímeras que las células han realizado sobre el tema de la complejidad. Todos nosotros nacemos de una célula única –la célula huevo- nacida ella misma de la fusión de dos células y nos transformamos progresivamente en una nebulosa viviente, constituida por muchas decenas de miles de millones de células, cuyas interacciones engendran nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Por esta razón, toda interrogación sobre la vida y la muerte –sobre nuestra vida y nuestra muerte- nos remite a una interrogación sobre la vida y la muerte de las células que nos componen.

Durante mucho tiempo se pensó que la desaparición de nuestras células –como nuestra propia desaparición- sólo podía resultar de accidentes y destrucciones, de una incapacidad intrínseca a resistir el deterioro, el paso del tiempo y las agresiones del entorno. Pero la realidad se reveló como mucho más compleja. Hoy en día, después de más de un siglo y medio de cuestionamiento, emergió la noción contra-intuitiva de que todas nuestras células poseen permanentemente el poder de desencadenar su autodestrucción, su muerte prematura.

A partir de informaciones contenidas en sus genes nuestras células producen los “ejecutores” capaces de precipitar su fin y los “protectores” capaces, en ocasiones, de neutralizar a sus ejecutores. Y la supervivencia de cada célula depende cada día de su capacidad de percibir, en el entorno de nuestro cuerpo, las señales moleculares emitidas por otras células que, por sí mismas, les permiten reprimir el desencadenamiento de su autodestrucción.

Estos datos han comenzado a modificar, a nivel celular, la noción misma de vida. La vida, fenómeno percibido hasta entonces como positivo, parece resultar de la represión continua del acontecimiento negativo: la autodestrucción. Y la vida, hasta entonces percibida como fenómeno individual, parece necesitar la presencia continua de los otros, no puede ser concebida sino como un acontecimiento colectivo. Somos sociedades celulares cuyos componentes viven “en suspenso” y ninguno puede vivir solo. El destino de cada célula depende permanentemente de la naturaleza de los lazos provisorios que haya tejido con su entorno. Y es precisamente de esta precariedad e incluso de la interdependencia absoluta que engendra, que depende nuestra existencia como individuos. Pero si bien la presencia de la colectividad es necesaria para la supervivencia de cada célula, no es suficiente. La desaparición prematura de un gran número de células permite a nuestro cuerpo construirse y reconstruirse sin cesar. Y a la antigua imagen de la muerte como una guadaña que surge desde afuera para destruir se le superpone, al menos a nivel celular, una imagen radicalmente nueva, la de un escultor, en el corazón de lo viviente, trabajando en la emergencia de su forma y su complejidad.

Desde los primeros días siguientes a nuestra concepción –el momento mismo en que comienza nuestra existencia- el suicidio celular juega un rol esencial en nuestro cuerpo en proceso de construcción, esculpiendo las metamorfosis sucesivas de nuestra forma en devenir. En los diálogos que se establecen entre las diferentes familias de células en proceso de nacer, el lenguaje determina la vida o la muerte. La muerte celular esculpe nuestra forma interna y externa, la de nuestros brazos y piernas, luego, al eliminar los tejidos que separan nuestros dedos permiten su individualización. La muerte hace desaparecer los esbozos de nuestro cerebro y nuestro sistema inmunitario –el órgano que nos protegerá de los microbios-, la muerte celular es parte integrante de un proceso extraño de aprendizaje y auto-organización cuya finalidad no es la escultura de una forma sino la de nuestra memoria y nuestra identidad. Y mucho tiempo después de nuestro nacimiento, durante toda nuestra existencia, nuestras células continúan produciendo, a partir de informaciones contenidas en nuestros genes, las armas que les permiten en todo momento tomar el camino de la autodestrucción. Los reinos del suicidio celular no tienen fronteras. Nuestro cuerpo de niño y luego el de adulto es como un río, incesantemente renovado. El sentimiento que tenemos de nuestra perennidad corresponde en parte a una ilusión. Cada día muchas decenas de millones de nuestras células se autodestruyen y son reemplazadas por células nuevas. En todo momento estamos en parte muriendo y en parte renaciendo. Y los territorios que persisten un tiempo en nosotros son tan frágiles como los que desaparecen y renacen cada día.

Esta fragilidad, esta precariedad y este aplazamiento permanente juegan un papel esencial en nuestra plasticidad y nuestra complejidad y permiten a nuestro cuerpo esculpirse a cada momento, recomponerse y adaptarse a un entorno en permanente cambio sin derrumbarse. El suicidio celular impide a nuestro sistema inmunitario atacar nuestro propio cuerpo y evita que una célula que sufrió alteraciones genéticas tome el camino que conduce al cáncer.

Comienza a aparecer una nueva visión, más dinámica, de nuestro cuerpo. Nuestra perennidad depende de un equilibrio permanente entre nuestras capacidades de deconstrucción y reconstrucción, de autodestrucción y renovación. Y aquí tocamos otro aspecto fascinante de lo viviente: la capacidad de numerosas células de nuestro cuerpo (las células madre) de dar nacimiento a la juventud y la diversidad. Estas células madre, aún en parte misteriosas, duermen a lo largo de nuestra vida en la mayor parte de nuestros órganos (incluso nuestro cerebro) y se despiertan para reproducirse y reemplazar las células que se autodestruyen y desaparecen.

Estos fenómenos de autodestrucción han recibido el nombre de “suicidio celular” y “muerte celular programada”. Pero ¿cuál podría ser la naturaleza de ese “programa” que permite a las células desencadenar su “suicidio”? Se trata de una pregunta compleja. Y, como sucede a menudo en las ciencias, la primera respuesta a un problema complejo surgirá de un rodeo por la simplicidad. De una apuesta audaz, coronada en 2002 por un premio Nobel: la apuesta que el estudio de un animal extremadamente simple podría, por el hecho mismo de su simplicidad, revelar algunos misterios del desarrollo embrionario de organismo más complejos. La primera prueba de la existencia de informaciones genéticas implicadas en el control de la vida y la muerte fue aportada por el estudio del desarrollo embrionario de los animales más simples y ancestrales, cuyo cuerpo adulto está compuesto apenas por un millar de células y cuyo surgimiento en el curso de la evolución precedió al nuestro en muchos cientos de millones de años: un muy pequeño gusano transparente, el nematodo Caenorhabditis elegans. Durante su desarrollo embrionario, poco más del 15% de sus células va a autodestruirse. El estudio de mutantes genéticos reveló que la vida y la muerte de cada célula del embrión parecen depender de la presencia de tan sólo cuatro genes que permiten a las células fabricar cuatro proteínas, cuatro herramientas. La primera corresponde a un ejecutor, pero es fabricado por la célula bajo la forma de un precursor inactivo; la segunda es un activador que, al fijarse al ejecutor, le permite transformarse en actor de muerte y desencadenar la autodestrucción; la tercera herramienta es un protector que, al fijarse al activador le impide funcionar; la cuarta es un antagonista, un hermano enemigo del protector que, al fijarse a él, neutraliza su efecto, permitiendo al activador fijarse al ejecutor y provocar la autodestrucción.

Así, la vida y la muerte de cada célula dependen en todo momento de los modos de interacción entre estos cuatro actores, es decir de las respectivas cantidades de esas cuatro proteínas que fabrica la célula, determinadas ellas mismas por las señales que participan en el desarrollo del embrión. Así se dibuja, en un animal ancestral, un nuevo paradigma de la regulación de la vida y la muerte: la conjunción, en cada célula, de un módulo simple y universal de control de la autodestrucción con la infinita diversidad de señales que determinan las modalidades de construcción del cuerpo del embrión.

Se han descubierto homólogos –parientes- de los genes que participan en el control de la vida y la muerte de las células del Caenorhabditis elegans en la mosca del vinagre (la drosófila), en el ratón y en el hombre. En el hombre se han identificado quince parientes del protector y su antagonista, quince parientes del ejecutor y tres parientes del activador, lo que revela la gran diversificación que acompañó a este destacable grado de conservación en el curso de la evolución y la vertiginosa diversidad de las variaciones que nuestras células pueden cumplir sobre el tema del control molecular de la vida y la muerte.

Pero a esta complejidad corresponde también una vulnerabilidad hasta entonces insospechada, que comenzó a revelarse hace poco más de diez años.

Confirmando como una imagen en espejo la importancia de estos fenómenos de autodestrucción en el funcionamiento normal de nuestro cuerpo, se reveló que muchas enfermedades están ligadas a desarreglos en los mecanismos que controlan el suicidio celular.

Numerosas enfermedades agudas y crónicas, a menudo mortales, están caracterizadas por una desaparición anormal o excesiva de ciertas poblaciones celulares, desaparición antes atribuida a fenómenos de destrucción. Pero parece que el desencadenamiento anormal o excesivo del suicidio celular juega un papel esencial en el desarrollo de la mayor parte de esas patologías, ya se trate de enfermedades neurodegenerativas crónicas (enfermedad de Alzheimer, enfermedad de Parkinson, amiotrofia espinal, esclerosis lateral amiotrófica, corea de Huntington, retinopatías neurodegenerativas…) o de accidentes vasculares cerebrales debidos a una obstrucción brutal por un coágulo sanguíneo de una arteria del cerebro, complicaciones inmunológicas o neurológicas del sida, de la enfermedad del injerto contra huésped provocada por trasplantes de médula ósea, hepatitis fulminantes virales, lesiones causadas por meningitis, por shock tóxico-infeccioso y por ciertas reacciones medicamentosas tóxicas…

Y en modelos animales que reproducen algunas de esas enfermedades han dado prueba de destacable eficacia los tratamientos experimentales que apuntan a bloquear la actividad de ciertos ejecutores de la autodestrucción, impidiendo el desarrollo de enfermedades agudas y retardando el desarrollo de ciertas enfermedades neurodegenerativas. Otros tratamientos experimentales apuntan a inyectar (o a aumentar la actividad) de las células madre para permitir reemplazar las células que desaparecen. Además es importante poder impedirles autodestruirse a esas células madre y a las células nuevas a que den nacimiento. Pero esas estrategias terapéuticas no estás desprovistas de riesgo. Existen en efecto otras enfermedades graves cuya causa es por el contrario la aparición de un bloqueo anormal del suicidio celular.

Durante mucho tiempo se pensó que la transformación cancerosa era ante todo resultado de alteraciones genéticas que provocaban la proliferación celular. Pero hoy se sabe que incluso la aparición de alteraciones genéticas provoca frecuentemente por sí misma la autodestrucción. Por estas razones, un bloqueo previo del suicidio celular aparece hoy como una de las etapas precoces esenciales de la cancerización. De modo aparentemente paradojal, lo que llamamos célula “inmortal” es de hecho una célula que perdió en parte su capacidad de morir “prematuramente” autodestruyéndose. El bloqueo anormal del suicidio celular juega también un importante papel en el desarrollo de metástasis, permitiendo a las células cancerosas viajar a través del cuerpo y sobrevivir en un entorno (un órgano) que no es el suyo. Pero la “inmortalidad” de las células tumorales es una noción relativa. Toda célula cancerosa parece en efecto conservar, a pesar de las anomalías que los reprimen, al menos algunos ejecutores capaces de desencadenar su autodestrucción. Y esos ejecutores son los que la radioterapia y la quimioterapia logran activar, provocando la autodestrucción.

Finalmente, si bien no conducen obligatoriamente a una modificación espectacular del número de células, las enfermedades infecciosas han revelado la fascinante complejidad de los juegos entre la vida y la muerte a los que se libran desde hace mucho tiempo, en el conjunto de las especies vivientes, los microbios y los cuerpos que infectan. Y el control de la vida y la muerte celulares está en el centro de los combates que determinan cada día en nuestro cuerpo la eliminación de microbios y el desarrollo o no de enfermedades infecciosas.

Ya no hay dominio de la biología o la medicina que no esté en curso de reinterpretación con ayuda de esta nueva grilla de lectura. Y está apareciendo una revolución en materia de conceptos terapéuticos.

Progresivamente, la potencia misma de estos nuevos conceptos y la riqueza de sus implicancias han favorecido el desarrollo de un lenguaje científico rico en metáforas de resonancias antropomórficas y teñido de nociones finalistas que ilustran los términos “suicidio celular”, “muerte programada”, “altruismo celular”, “decisión de vivir o morir”… que traducen a la vez la fascinación ejercida por estos fenómenos y una profunda dificultad para aprehender su verdadera naturaleza.

“No es posible hacer ciencia sin utilizar un lenguaje lleno de metáforas –escribió el genetista Richard Lewontin- pero el precio a pagar es un eterna vigilancia”. La noción misma de “programa” (etimológicamente “pre-escrito”) es ambigua en biología, porque favorece una confusión entre la existencia de informaciones genéticas que permiten ciertas realizaciones y la manera en que las células –y los cuerpos- las utilizan. Lo que está “programado” no es el destino individual de las células sino su capacidad de desencadenar o reprimir la autodestrucción en función de sus interacciones pasadas y presentes con su entorno, en función del contexto en el que están inmersas. Y la noción de “suicidio celular” también es ambigua, porque favorece la confusión entre el acto de matarse (que la célula realiza efectivamente utilizando los ejecutores que posee) y la “decisión” de hacerlo (que depende de la naturaleza de las interacciones entre la célula y la colectividad que la rodea y no de la célula misma).

Si en verdad queremos aprehender la “razón de ser” de una propiedad aparentemente misteriosa de nuestras células o nuestros cuerpos, mejor que interrogarse sobre la naturaleza de su “rol” aparente, su “utilidad”, su “función”, para qué parece “servir” hoy, es partir en búsqueda de sus orígenes, del modo que pudo inicialmente aparecer.

¿Cómo es que nuestras células poseen esa potencialidad paradojal de desencadenar su muerte prematura, de morir “antes de tiempo”?

¿Cuándo apareció por primera vez en el curso de la evolución de lo viviente esa potencialidad de autodestruirse? ¿En qué cuerpos, en qué células? ¿Existió un período de “antes del suicidio celular” durante el cual la muerte no podía provenir más que del exterior, de accidentes y agresiones aleatorias del entorno? ¿Existió un período de “después del nacimiento del suicidio celular” a partir del cual la capacidad de autodestruirse, de desencadenar la muerte del interior, se convirtió de pronto en una propiedad intrínseca de lo viviente? Y si ese es el caso ¿dónde se sitúa esa frontera?

Es una pregunta difícil porque el verdadero pasado de la evolución de lo viviente nos está cerrado para siempre. Pero en la inmensa y maravillosa profusión de las especies que nos rodean persisten todavía hoy reflejos imprecisos de las metamorfosis sucesivas de los ancestros que les dieron origen. El suicidio celular está en acción en la escultura del cuerpo de los animales y las plantas, cuyos primeros ancestros aparecieron hace alrededor de mil millones de años. También esculpe la complejidad de innumerables formas de sociedades –invisibles a simple vista- que construyen los seres vivos más simples, no sólo los organismos eucariotas unicelulares, aparecidos hace alrededor de dos millones de años –los ancestros de los animales y las plantas- sino también de las bacterias, que reinan sobre la Tierra desde hace cuatro millones de años. Las myxobacterias, por ejemplo, son capaces, cuando su entorno se vuelve desfavorable, de ensamblarse rápidamente para construir cuerpos multicelulares que pueden tomar la forma de pequeños árboles. El “tronco” rígido está constituido por células que se autodestruyeron. En el extremo las “hojas” o los “frutos” están constituidos por células que se transformaron en esporas resistentes, capaces de sobrevivir sin nutrirse. Esas esporas durmientes, al abrigo, cuando el entorno vuelva a ser favorable, darán nacimiento a una nueva colonia. Así la autodestrucción, la muerte “antes de tiempo”, de una parte de la colectividad permite a esas células ancestrales viajar a través del tiempo y escapar de este modo a la ineluctable destrucción del conjunto de la colonia.

El poder de autodestruirse parece estar profundamente anclado en el corazón de lo viviente. Y es probable que sus orígenes no tengan relación alguna con la “utilidad”, el “papel” y la “función” que parecen ejercer hoy en nuestros cuerpos.

Es posible que las relaciones actuales entre las bacterias y los virus (los plásmidos) que las colonizan constituyan un ejemplo del modo en que los combates entre dos microorganismos infecciosos y sus huéspedes hayan podido por sí solos dar origen a los primeros ancestros de los “programas” de suicidio celular. La mayor parte de los plásmidos poseen “módulos genéticos de dependencia”, que producen la fabricación por la bacteria infectada de una toxina (un ejecutor) de gran estabilidad y de un antídoto (un protector) rápidamente degradado, que sólo puede neutralizar la toxina de modo duradero si es constantemente re fabricado por la bacteria a partir de los genes del plásmido. De este modo la bacteria infectada se convierte en una colectividad cuya supervivencia depende desde ese momento del mantenimiento de la presencia en ella de otro (el plásmido) que por sí mismo permite a esta nueva entidad reprimir su autodestrucción. Y es en el corazón de los combates “egoístas” que se libran desde la noche de los tiempos entre los predadores y sus presas que quizás hayan hecho su aparición, de manera paradojal, los primeros ancestros de los ejecutores y los protectores que participan hoy en el control de los programas aparentemente “altruistas” de suicidio que operan en el interior de nuestras células.

Toda célula, de la más simple a la más compleja, es una mezcla de seres vivos heterogéneos, de diversos orígenes, un mestizaje, una cohabitación de diferencias, cuya perennización probablemente no ha tenido, por lo común, otra alternativa que la muerte. Las bacterias y sus módulos de dependencia de origen plasmídico, las células eucariotas y sus mitocondrias de origen bacteriano (que les permiten respirar), son algunos ejemplos espectaculares. Y quizás al ritmo de estas simbiosis, de estos episodios de fusión de las alteridades en nuevas identidades, se propagaron y diversificaron las marañas sucesivas de los ejecutores y protectores que hoy controlan la vida y la muerte de nuestras células.

Pero es posible que el origen del poder de autodestruirse sea todavía más antiguo y que las toxinas y los antídotos de los módulos de dependencia de los plásmidos no hayan hecho más que realizar variaciones extremas sobre un tema ancestral, desde el nacimiento mismo de lo viviente. Podría ser que el poder de autodestruirse haya sido, desde el comienzo, una consecuencia ineluctable del poder de auto-organización que caracteriza a la vida. Vivir, construirse y reproducirse en permanencia es utilizar las herramientas capaces de provocar la muerte siendo también capaces de reprimirla. Y las herramientas que participan de la vida poseen también quizás, desde el origen, el poder de causar la muerte.

¿Cómo es hoy? Los “ejecutores” y los “protectores” que controlan la vida y la muerte de nuestras células ¿podrían encontrarse simplemente entre los innumerables actores implicados en el metabolismo, la diferenciación y reproducción celulares? Algunos datos recientes sugieren que ese podría ser el caso. En efecto, parece que existen numerosos “programas” de autodestrucción diferentes en nuestras células, capaces de operar alternativamente o en paralelo. Y la activación de al menos algunos de los ejecutores no conduce obligatoriamente a la muerte y puede por el contrario jugar un rol importante en algunos fenómenos de diferenciación y reproducción celulares.

Los actores que participan en el suicidio tienen, como Jano, el dios romano de las puertas, un rostro doble y participan, según las circunstancias, en la vida de la célula o en algunas de las cascadas susceptibles de provocar la muerte.

Así, paradojalmente, después de más de veinte años de investigación de un programa genético cuya única función sería la muerte, podría resultar que la noción misma de tal “programa de muerte” fuera una ilusión. Estas interrogaciones dibujan los contornos de una nueva complejidad.

Y lo que comenzamos a distinguir en la larga historia de la evolución de la vida y en el corazón de cada una de nuestras células, es la intrincación y la intercambiabilidad de los mecanismos moleculares que controlan la vida y la muerte.

Estas antiguas relaciones que mantiene la vida con la muerte “antes de tiempo” ¿podrían estar actuando en la escultura de nuestra longevidad?

¿Qué es el envejecimiento? ¿Cuándo comienza? ¿De qué se muere cuando se muere de viejo? Esta última frontera entre la salud y la enfermedad ¿se debe únicamente a una usura inevitable y una acumulación progresiva de errores a lo largo del tiempo? ¿O bien nuestra muerte, como la muerte de las células que nos componen podría proceder de una forma de autodestrucción?

Las fronteras aparentemente infranqueables de la longevidad “natural” máxima han comenzado a revelar en algunas especies animales su extraordinario grado de plasticidad. Esas fronteras parecen haber sido esculpidas de manera contingente por las confrontaciones sucesivas, de generación en generación, entre los individuos y su entorno. Aparecen como puntos de equilibrio, formas de compromiso entre los conflictos que se libran en el interior mismo del cuerpo de los fenómenos “protectores” que favorecen la perennidad de los individuos y los fenómenos “ejecutores” que abrevian la duración de su vida pero favorecieron su propio desarrollo y favorecen su capacidad de engendrar descendencia. De manera destacable, el aumento de la longevidad causado por las modificaciones de ciertos genes o del entorno no se traduce en un aumento de la duración de la vejez sino por una prolongación de la duración de la juventud y la fecundidad. Y parece que algunos mecanismos que participan en el control de la autodestrucción de nuestras células podrían también jugar un papel en las capacidades de renovación de nuestras células madre y en el control de nuestro envejecimiento y nuestra longevidad.

Hoy sabemos que el envejecimiento actúa en algunos organismos unicelulares y el origen del envejecimiento es probablemente tan antiguo como el del suicidio celular.

En algunas levaduras en que la célula madre se distingue fácilmente de la célula hija, cada célula da nacimiento a un número limitado de células hijas, luego envejece, se vuelve estéril y desaparece. Así, la capacidad potencialmente ilimitada de reproducirse de una colonia de levaduras no se sostiene en una eterna juventud de cada una de las células que la componen sino a las sucesivas pariciones de células efímeras. A medida que cada célula da origen a una nueva célula, no reparte de modo igual y simétrico la mitad de sus componentes en la célula hija: en particular retiene en sí misma algunos componentes –los “ejecutores”- cuya progresiva acumulación provoca el desencadenamiento de su envejecimiento, su esterilidad y luego la muerte. En este contexto las nociones de envejecimiento y autodestrucción parecen volver a reunirse.

Si toda encarnación de lo viviente enfrenta la usura y las agresiones del entorno en un combate perdido de antemano, podría suceder que la perennidad de la vida haya procedido, paradojalmente, desde el origen, de una capacidad de cada cuerpo, de cada célula, de utilizar una parte de sus recursos para construir, con el costo de su desaparición prematura, nuevas encarnaciones más jóvenes y fecundas.

“Bichat decía en otros tiempos: ‘La vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte’, hoy tenderíamos a decir que la vida es el conjunto de funciones capaces de utilizar la muerte”, propuso Henri Atlan.

El envejecimiento progresivo de cada célula, a medida que engendra células más jóvenes y fecundas, la autodestrucción brutal de una parte de las células en beneficio de la supervivencia del resto de la colectividad, el envejecimiento de un cuerpo al servicio de su capacidad de engendrar nuevos cuerpos, más jóvenes y fecundos, todos estos fenómenos de “muerte antes de tiempo” que dan nacimiento a mundos nuevos, son unas de las tantas variaciones de un mismo tema.

¿Podemos tratar de comprender el comportamiento de nuestras células y nuestros cuerpos –y tratar de modificarlo- si no advertimos que lo que nos hace envejecer y desaparecer es tal vez aquello que nos permitió nacer?

Nos falta tratar de aprehender hasta qué punto una forma ciega, contingente y cada vez más compleja de juego con la muerte –con su propio fin- ha podido ser un determinante esencial del largo viaje a través del tiempo que ha recorrido lo viviente hasta hoy y de la maravillosa proliferación de novedad a la que dio origen.

Nacemos, vivimos y morimos según las reglas de un juego que se perpetuó, modificó y refinó durante millones de años, centenas de millones, milenios. El juego de la vida con la muerte. Somos prisioneros de esas reglas ancestrales. Pero tenemos, quizás por primera vez, la posibilidad de cambiar el desarrollo de la partida. El poder de reinventarnos.

Y sin duda es aceptando mirar la muerte a la cara en vez de ocultarla e intentando aprender los mecanismos que la controlan en lugar de simplemente tratar de resistírsele como podremos progresar en nuestra comprensión de lo viviente y tal vez un día adquirir el poder de reconstruirnos y prolongar la duración de nuestra juventud y nuestra existencia. Esa será probablemente una de las grandes aventuras de la biología y la medicina de este siglo.

Pero hay otra dimensión que supera el contexto de la biología y la medicina.

Desde su origen el universo de lo viviente realizó infinitas variaciones sobre un tema: la construcción de sociedades. Innumerables, imbricadas unas en otras, dan la imagen de una estructura fractal. Cada célula es una sociedad heterogénea, compleja, que nace, da nacimiento a descendientes, envejece y luego desaparece. Esas mismas células son partes integrantes de sociedades compuestas y efímeras, una flor, un pájaro, una mariposa o un ser humano, un individuo que nace, da nacimiento a sus descendientes, se deconstruye y desaparece. Y cada uno de esos individuos a su vez participa en la construcción de sociedades de una infinita diversidad, desde las jaurías de lobos a los bancos de peces, de los termiteros gigantes a las tribus de marmotas. Nuestras civilizaciones humanas representan sólo una de las manifestaciones más sofisticadas y más rápidamente cambiantes de esta propensión fundamental de los seres vivos a crear comunidades y a integrarse a ellas.

Las extrañas relaciones entre la “muerte antes de tiempo”, la precariedad, la interdependencia y la complejidad que se anudan en el corazón de las sociedades celulares ¿se continúan, en otras formas, a nivel de las comunidades que constituyen los individuos?

Fundada sobre modos de combates e interdependencias que se traducen en términos de vida y muerte, construida sobre la precariedad, el aplazamiento y la desaparición “antes de tiempo”, la evolución de lo viviente, desde hace cuatro mil millones de años, constituye un modelo maravilloso de construcción de la complejidad. Pero este modelo nos devela también el precio de su espléndida eficacia: una indiferencia ciega y absoluta por el devenir, la libertad y el sufrimiento de cada uno de sus componentes. En la tentación de tomar ejemplo –en la búsqueda fascinada de una forma de “ley natural” adecuada para fundamentar o justificar el funcionamiento de nuestras sociedades- nacen las derivas, las trampas y los peligros de la sociobiología. Si hay una contribución que las ciencias de lo viviente deben aportar a la elaboración de nuestras sociedades, es estimular la reflexión ética, no de sustituirla; y revelarnos el relato tumultuoso de nuestros orígenes, no para encerrarnos en ellos sino para permitirnos inventar, elegir y construir libremente nuestro porvenir en el respeto a la alteridad y la dignidad de cada ser humano.

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