Creencia, amor y fe

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La función de la creencia y la desmentida en la constitución subjetiva y en el campo transferencial.

La pertinencia de esta cuestión en la reflexión sobre la experiencia del psicoanálisis puede fundamentarse desde diversas perspectivas.

Un punto de vista metapsicológico apunta a definir los mecanismos de constitución de la creencia y sus consecuencias en la estructuración del sujeto.

La perspectiva clínica nos pone frente a la realidad neurótica, que se sostiene en un sistema de creencias y mitos individuales, mientras que el trabajo con psicóticos nos confronta con creencias sin grietas, certezas delirantes que no son accesibles al trabajo interpretativo. En especial el fetichismo pone en primer plano la cuestión de la creencia. Asimismo la clínica de niños y adolescentes como también los dispositivos vinculares se encuentran con los efectos de los sistemas de valores y creencias familiares que inciden en los padecimientos subjetivos. 

Un abordaje centrado en la transferencia nos lleva a reflexionar sobre las fuerzas libidinales que motorizan el dispositivo, la creencia, la fe, la confianza, la convicción, modos diversos de tramitación del amor que está en el carozo del método analítico. Analizar la función de esas creencias, valores e ideologías que inevitablemente se ponen en juego en la relación analítica, como obstáculos o como facilitadores de la labor clínica, es una tarea ineludible. 

Esas fuerzas son las mismas que animan los sentimientos religiosos, razón por la que nos compete reflexionar sobre ello. Efectivamente, contra todas las previsiones del racionalista Freud, las religiones muestran una enorme vitalidad, lo que exige recentrar nuestro debate. 

Si atendemos al psicoanálisis como práctica social, nos preguntamos cómo nuestras creencias, valores e ideologías operan en la clínica actual, tan distinta de la de los tiempos de fundación, tensada por los condicionamientos de la medicina gerenciada, en un medio cultural de vulgarización del inconciente y proliferación de terapias de toda laya. ¿A quién consulta el cliente de la prepaga o el afiliado a la obra social? ¿Cómo se establece el pacto terapéutico, cuáles son los significantes de la transferencia, que en la práctica privada siempre eran tributarios del nombre propio? ¿Cómo se han transformado los ideales de la cura tipo, ya sea la de diván 4 veces por semana o la de la sesión breve y el silencio pertinaz? Incluso el concepto mismo de cura merece ser reconsiderado.

Un apartado para la cuestión de las instituciones analíticas y las transferencias que en ellas circulan, siempre sujetas a las vicisitudes de liderazgos e ideales teóricos más o menos dependientes de las modas.

Aclaro que hoy sólo voy a ocuparme de la creencia y dejaré a otros colegas abordar los valores y las ideologías. Debo decir además que el tema que nos proponemos tiene un interés ético decisivo para quienes cotidianamente trabajamos para aliviar el sufrimiento psíquico. Espero hoy aportar algo para ello.

Dicho esto, avancemos sobre la primera perspectiva que anunciaba.

La creencia es un modo de tratar con la verdad. Creer, afirma Kristeva[1], es dar por verdadero. Lejos estamos de cualquier definición filosófica de la verdad, nos centramos en su valor para el sujeto. Oscar Sotolano se propone explorar estas relaciones entre creencia y verdad.

En la obra de Freud la cuestión tiene un largo recorrido, si bien no es objeto de un estudio sistemático y, como afirma Mannoni, el término no tiene entrada en ningún índice de sus obras. Hoy, más de 40 años después de su texto canónico (Ya lo sé…pero aun así), los medios informáticos nos ayudan a encontrar cientos de referencias en las obras completas de Freud, de Lacan y de los diccionarios digitales de psicoanálisis.

En 1927, sin embargo, se concentran dos textos consecutivos que intentan elucidar la cuestión. Me refiero a “El porvenir de una ilusión” y “El fetichismo”, contiguos en el ordenamiento de sus OC. Mientras que el primero parece sostener que la creencia es pura ilusión -lo que le vale que Harold Bloom afirme que es su obra más floja- el segundo despeja su mecanismo constitutivo, la desmentida. Comencemos entonces por aquí.

El fetichismo

Marx aseguraba que la dominación capitalista se asienta en una creencia básica, que él denominó “fetichismo de la mercancía”. Se refiere a la opinión generalizada de que las mercancías poseen un valor intrínseco y no, como él descubre, que ese valor oculta tras sus oropeles una relación social de producción.

Un pasaje de “El capital” establece de modo sorprendente esta función estructural de la creencia en el establecimiento del lazo social. «Este hombre, por ejemplo, es rey sólo porque otros hombres […] se comportan con él como súbditos, e, inversamente, estos creen […] ser súbditos porque él es rey» (Marx, 1946)

Desnuda de este modo, como el niño del cuento de Andersen, el verdadero paño de que está hecha la investidura divina del soberano. Lo que los súbditos suponen es que su condición de tales depende de la esencia real del rey. En verdad es todo lo contrario. Si el rey es tal es porque hay quienes creen que lo es. Allí se asienta el malentendido que da origen al poder real, que, como vemos, se fundamenta en la creencia.

Cuando Freud se ocupa del fetichismo lo hace, por cierto, desde una óptica bien distinta, la de un observador clínico de sujetos fetichistas sexuales. Estos casos son la confirmación más patente de su teoría del Complejo de castración, que se sostiene en la premisa universal del falo en la que la diferencia sexual anatómica no es reconocida. En algún momento se instalará la angustia ante el peligro de su pérdida. La comprobación de que la propia madre carece de pene es la conclusión dolorosa de una conjunción de circunstancias que ponen fin a la premisa universal de que todos tienen falo. Ahora, si la madre puede ser castrada, cualquiera está sujeto a ello. Ese sentimiento infantil relativo a la amenaza de castración y a la caída de la creencia en el pene materno, es equivalente en el adulto al pánico que puede producir el clamor de que “el altar y el trono están en peligro”. (Freud, 1927 b)

La doctrina establece tres destinos posibles del Complejo de Castración: la represión (Verdrängung), el repudio (Verwerfung) y la desmentida (Verleugnung). Este último da como resultado la construcción del fetiche. Ahora bien, lo más interesante se refiere no tanto al mecanismo de construcción de ese objeto peculiar, sino a la función psíquica que cumple. Está en el lugar del pene materno, pero no lo es; simultáneamente afirma su existencia y reconoce su falta. Dos corrientes de la vida psíquica coexisten pues en el fetichista, produciendo entonces, una escisión en el interior del yo, una desgarradura irreparable entre la realidad de la percepción y la desmentida o renegación requeridas para sostener la creencia infantil.

Nos hallamos ante una paradoja, dos proposiciones contradictorias coexisten y son eficaces al mismo tiempo. En este caso el conflicto no se resuelve con la represión, ya que ambas proposiciones son concientes.

Esto es todo lo que diré sobre la metapsicología de la creencia, ya que la próxima reunión nuestra colega invitada, Florencia Amagro, desarrollará la cuestión más exhaustivamente.

En el caso del fetichismo se trata de la creencia en la inexistencia del peligro de la castración. No se alucina el pene allí donde no está, sino que a pesar de todo se cree en su existencia entronizando al fetiche como su sustituto. No obstante, y debido a ese mecanismo de escisión de dos corrientes de la vida psíquica que coexisten en la afirmación y la desmentida, la creencia siempre está sujeta a ser cuestionada. En este sentido se opone a la certeza -otro de los modos de tratar con la verdad- propia de los delirios paranoicos, en los que el perseguidor es indubitable.

Ahora bien, la desmentida y la creencia son modos de defensa estructurantes del sujeto. Como decíamos al principio, la prueba de realidad se sostiene en la creencia: creemos real lo que es real para un otro significativo. En el vínculo primario se sustenta la posibilidad de constituir una realidad habitable para el infans. Al mismo tiempo esta “alienación” en el otro constituye la condición de posibilidad de la exploración del mundo, del desarrollo del pensamiento y la fantasía y, sobre todo, de la posibilidad de jugar. Algún buen lector de Winnicott podría ayudarnos a comprender mejor este momento, que él define como la “capacidad de estar solo”. Por otra parte es gracias a este mecanismo que podemos disfrutar del teatro o del cine. Pensemos por un momento cómo sería si no creyéramos por un lapso de tiempo que los actores son los personajes, si nos fuera imposible desmentir la evidencia de una escenografía de cartón. Aquí contaremos seguramente con la vasta experiencia teatral de Hugo Urquijo para comprender mejor este punto.

Creencia y regresión

La credulidad es un modo de eclipsamiento del sujeto, que se entrega completamente al otro, el estado de alienación de P. Aulagnier, último paso antes de la muerte del pensamiento, es decir, del sujeto. El sentimiento concomitante, próximo a la indistinción corporal del lactante con su madre, es reconducido por Freud al estado del enamoramiento, la hipnosis y las formaciones de masa, donde se reconoce la disolución de los límites del yo. Nos encontramos con un estrecho parentesco entre amor y creencia. En efecto, en el estado de enamoramiento es patente la función de la desmentida, gracias a la cual el objeto amado carece por completo de defectos.

Tanto el enamoramiento, la hipnosis y las formaciones de masa –las religiones incluidas-, realizan un fantasma fusional muy arcaico, mucho más radical que el anhelo de dependencia infantil. Cumple además con las condiciones de la pulsión de muerte, el retorno a lo inorgánico, a lo indiferenciado. Es lo que subtiende el sentimiento “oceánico”, de comunión con el cosmos, de indiferenciación absoluta, fuente de toda energía mística.

Un grado tal de regresión de manera persistente se expresa clínicamente en las psicosis esquizofrénicas o en el autismo infantil. No obstante en todo sujeto, “normal” o neurótico en algún momento se producen movimientos regresivos semejantes. [2]

Para la exégesis freudiana recordemos que en “El malestar en la cultura” Freud discute con su interlocutor anónimo (que sabemos que era Romain Rolland) sobre el “sentimiento oceánico”, la sensación de comunión plena con el mundo, de indiferenciación entre el yo y el otro, sensación por cierto jubilosa, lejos de una abolición catastrófica del Yo, en la que su corresponsal funda todo sentimiento religioso. Freud, decididamente apolíneo en su concepción del mundo, declaradamente sordo para lo dionisíaco de la música, no puede coincidir en modo alguno en este punto. Reafirma su postura edipizante y consagra una vez más el carácter paterno de los sentimientos religiosos, que para él tienen origen en el mito fundador del asesinato del padre y su retorno como dios. Moral, orden social y religión surgen de la misma fuente, la obediencia retrospectiva al padre muerto.

La historia posterior del psicoanálisis, los avances sobre campos más amplios de la experiencia, tales como la clínica de niños, en especial los más pequeños, la especificidad de la conflictiva adolescente o la implicación en casos graves de psicosis, autismos o pacientes fronterizos, obliga a reconsiderar esta certidumbre. La constitución de la creencia es lógicamente anterior al complejo paterno, es más, en él la creencia juega un papel decisivo.

Julia Kristeva plantea un escenario de complejidad. El deseo de retorno a lo indiferenciado hace contrapunto a la identificación primaria, directa e inmediata, previa a toda relación de objeto, que introduce al infans en el universo del lenguaje y opera como tabla de salvación ante el océano amenazante. Sobre este andamiaje se monta la creencia, lo que explica, por ejemplo, el valor restitutivo de la religión en algunos cuadros de disociación. De este modo plantea una “necesidad antropológica de creer”, prerreligiosa, inherente a la condición humana misma y muy particularmente en la adolescencia, cuando adquiere una enorme importancia. La denegación de esa necesidad de creer, en lugar de la facilitación para su sublimación, produce, a su entender, graves trastornos de conducta individual y social entre los jóvenes. Sus puntos de vista también merecerán una especial atención en alguna de las próximas reuniones.

 De las vicisitudes de este tiempo estructurante depende la consolidación del sentimiento de confianza o desconfianza –recordemos aquí la primera de las etapas psicosociales de Erikson-. Los fracasos en esta tarea se observan en la suspicacia paranoide de algunos sujetos o en la credulidad extrema de otros. Arriesgaría aquí una definición: uno de los destinos de la creencia es la confianza, requisito para el establecimiento de vínculos sociales creativos. En un par de meses otro invitado, Luis Vicente Miguelez prometió abordar esta cuestión.

La fe y la muerte de Dios (acerca del dios Logos)

La creencia puede dar lugar a un modo distinto de tratar con la verdad, la fe. Este término es usado de diversos modos: como el conjunto de creencias que conforman una religión (fe católica, p. ej.), como equivalente a confianza, como garantía de veracidad (dar fe) como a una de las virtudes teologales junto a la esperanza y la caridad, un don otorgado por la divinidad. En esta maraña semántica trataremos de orientarnos para construir una noción que nos sea útil.

Afirma Mannoni que los antiguos hebreos creían en los dioses de los pueblos vecinos, o por lo menos no cuestionaban su existencia, pero tan sólo tenían fe en Jahvé. Cuando Moisés desciende del Sinaí, después de recibir las tablas de la Ley, encuentra que su pueblo, al que había conducido fuera de la esclavitud egipcia, se encontraba adorando a un ídolo de oro, un becerro, figura de Baal, la divinidad materna de toda el Asia Anterior. La ira que esto le produce lo lleva a la escena retratada por Miguel Ángel en su escultura, al deseo de romper las tablas anatematizando la representación de toda figura humana o animal, deseo que, en la interpretación de Freud es reprimido para protegerlas de su ira.

El episodio, origen del pacto de Dios con su pueblo elegido, fundación misma del pueblo judío y la religión mosaica, revela además la importancia de esta diferencia. Lo que Moisés condena no es la creencia de su pueblo en otro dios, sino que hubiese roto su compromiso con Jahvé, que hubiera desobedecido su mandato, que no sostuviera su fe en él. El monoteísmo mosaico no consiste en creer en la existencia de un único dios sino en establecer una alianza tan sólo con uno. Para instituir una religión no alcanza tan sólo con la creencia. Se precisa de fe.

Es preciso introducir aquí una aclaración. A la tradición judía, de la que Freud es tributario, le es ajena la noción de fe tal como la entiende el cristianismo. El conocimiento de Dios proviene de la evidencia racional, del contacto con la divinidad. La escena mosaica es el prototipo de ese contacto. Las generaciones posteriores sólo tienen a su disposición la letra de la Torá y los testimonios de los profetas y comentaristas, a través de los cuales conocen a Dios. Su estudio minucioso y su discusión encendida conducen a la emuná, palabra hebrea que se traduce corrientemente como fe, aunque equivale mejor a “fidelidad”, “lealtad”, “firmeza” o “seguridad”. La observancia estricta de los preceptos y las tradiciones son el trabajo que la emuná impone a los hombres por la vía del estudio de las escrituras y las acciones rectas. Me interesa destacar entonces esta dimensión de pacto, de alianza, que implica la fe judía.

Para algunas corrientes del pensamiento judío, incluso, “fe” y “creencia” son conceptos antagónicos. “Fe, es la ceguera irracional que se aferra a fantasías (y raras veces a hechos), más allá de cualquier interés en la lógica y la razón. Creencia, es la confianza que se adquiere merced al esfuerzo por descubrir lo que se oculta detrás de lo aparente.” [3]

Para las otras dos grandes religiones monoteístas la fe es el modo de conocimiento de la divinidad, personal e irrebatible. Se la posee o no. Puede ser un don innato o adquirido con la experiencia de la vida o mediante la revelación. Una virtud para el cristianismo, pero es plenamente ajena a la razón.

Así parece pensar Freud, cuando acepta como la fórmula universal de la creencia el aforismo de Tertuliano “credo quia absurdum”, creo porque es absurdo. Hoy ya no es esa la doctrina de la Iglesia sobre la fe. En 1998 el papa Wojtyla escribió la encíclica Fides et Ratio, Sobre las relaciones entre Fe y Razón. Es un esfuerzo del catolicismo por reconciliar estos dos modos de tratar con la verdad. La fe será para él la expresión más excelsa de la razón. Esta idea sedujo a Kristeva al punto de calificar a Juan Pablo II como “el Papa filósofo” y “el genio del catolicismo”.

Todo esto merece sin duda una atención más minuciosa. Extiendo de este modo la invitación a proseguir estos apuntes.

Por ahora me basta con rescatar el término fe en ambos sentidos: como pacto de fidelidad y como entrega obnubilada al otro idealizado y omnipotente. En ambos casos la fe se sostiene en la creencia, que definiríamos mejor como “capacidad de creer”, y refleja un destino posible de ella, el camino de la alienación (en el sentido que apuntaba anteriormente) en una formación religiosa, una “masa artificial” a la manera de Freud.

La reflexión sobre la creencia y la fe nos lleva ineluctablemente a consecuencias éticas. Nietzsche proclama lo que cree la fórmula definitiva del ateísmo: “Dios ha muerto”. A partir de “Totem y Tabú” [4], Freud desmonta la certeza del filósofo mediante una operación compleja. El padre ha muerto, en verdad ha sido asesinado por sus hijos, y ese acontecimiento trágico está en el origen mismo de la subjetividad y la cultura. Pero el poder del padre, lejos de disminuir con la muerte, se ha visto incrementado. La culpa compartida por el asesinato es el motor del lazo social y el origen de la religiosidad y de la moral. El padre es tal en tanto está muerto.

Como en tantos otros puntos, el pensamiento freudiano retoma aquí -y no inadvertidamente, sin duda- al apóstol Pablo. En un enigmático pasaje de la epístola a los Hebreos afirma Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo [5]. De él sólo puede esperarse la venganza y el horror. El Dios cristiano, el que ama a sus hijos por igual, está muerto, y por eso es Dios. En un comentario que Lacan dedica a esta cuestión, afirma que Dios no ha muerto, sino que siempre lo estuvo, sólo que no lo sabía. “La verdadera fórmula del ateísmo no es `Dios ha muerto’ sino `Dios es inconciente’” [6]

Para la tradición occidental, al menos, en la fe reside todo precepto moral. La sentencia del padre Karamásov en la novela de Dostoyevski resume magistralmente esta idea: “Si Dios ha muerto, todo está permitido”. Sin religión no hay moral posible. Curiosamente Sade, desde la perspectiva de su ateísmo militante, coincide exactamente. Sin Dios, la sociedad no precisará de leyes, sino que todo se regirá por unas pocas reglas acordes con la naturaleza humana. [7]

Una diferente perspectiva ofrece la mística judía -que, según Gershom Scholem debe distinguirse cuidadosamente de la autoridad religiosa[8]- recuperada por Emmanuel Lévinas en buena parte de su obra. Su pretensión es ir más allá del ateísmo e incluso más allá de Dios y para eso precisa de una lógica iconoclasta extrema. La fe queda desencarnada de la representación de Dios. Si bien toda la religión judía se sostiene en la prohibición de representar imágenes, Lévinas avanza hasta cuestionar la propia concepción de la divinidad. Un “Dios lejano que viene de adentro”, que oculta su rostro y no interviene ni en los peores tormentos a que es sometido su pueblo. Pero aún en un cielo vacío es necesario preservar el pacto. Concluye así con una máxima: “amar a la Torá más que a Dios” [9]. Si hay una razón última y Dios calla, sólo queda inconmovible su letra, los cinco libros sagrados y las miles de páginas de interpretaciones que produjeron sus lectores durante casi dos mil años. [10]

Freud ofrece una versión laica de ese precepto cuando afirma que su ilusión personal se apoya en el dios Lógos, al que le reconoce un poder muy limitado. Responde así a su tiempo, marcado por el imperio de la razón, tanto como a su experiencia clínica. En el gran libro sobre los sueños, al mismo tiempo que afirma que son la vía regia al inconciente, sostiene que el texto onírico debe ser tratado como texto sagrado. Ese lógos del inconciente, ese discurso descubierto por él, se constituye en la razón última de la praxis analítica. Nada más allá de él. Se trata de la “cura por la palabra”.

Dios no ha muerto, siempre lo estuvo, pero es inconciente. Esa es la torsión que produce el psicoanálisis, poniendo de relieve la anterioridad lógica de la prohibición respecto del deseo, prohibición que se aloja en el inconciente y organiza la totalidad de la vida psíquica.

¿Podremos decir que en este punto nos encontramos “más allá de Freud”? Ciertamente, en “El porvenir de una ilusión” manifiesta la convicción de que la religión será superada por la razón y que más tarde o más temprano quedarán abolidas las supercherías religiosas. No obstante observa con escepticismo la mutación de esos sentimientos religiosos hacia doctrinas políticas o ideologías, en un debate con la experiencia soviética, que por entonces llevaba ya diez años.

Transferencia

Sabemos de la particular docilidad del hipnotizado frente al hipnotizador, que ocupa todo su universo. La credulidad y obediencia del sujeto en tal estado es comparable con la actitud del niño frente a sus padres y, en la vida adulta, con la entrega enamorada. Allí se anuda la relación entre enamoramiento e hipnosis.

El amor en el interior de la experiencia del análisis tiene el estatuto de transferencia, principal motor y fundamental obstáculo al progreso de la asociación libre. Además, ella puede ser analizada como una formación colectiva, una masa de tan sólo dos personas. (Freud, 1921). Podemos afirmar, pues, que el amor de transferencia y su correlato de credulidad extraen su fuerza de fuentes infantiles.

La creencia posee una doble función: motor del trabajo y simultáneamente principal resistencia al mismo. Para emprender un psicoanálisis es necesario creer, no tanto en la teoría o en el método como, principalmente, en la persona del terapeuta. Esta es la condición para que se habilite ese espacio transicional que permite el despliegue de la neurosis de transferencia. Ya en 1891 Freud decía: “No le pido su creencia, sino sólo su atención y alguna docilidad al comienzo”[11]. No crea en el método, crea en mí, diríamos ahora.

Por cierto, el analista opera con la creencia de un modo muy distinto de las religiones, las iglesias, el pensamiento mágico y las diversas formas de alienación en la omnipotencia supuesta del Otro. En esa creencia se asienta el fundamento del poder. Pero el poder que tiene el analista sobre el analizante “inerme” (Freud, ), sólo es tal si no es ejercido, ya que se asienta puramente en la creencia y es eficaz, hace avanzar el trabajo, a condición de preservarse en estado virtual. Son numerosos, sin embargo, los casos de abuso del terapeuta sobre el paciente, muy reveladores, tanto de la profunda estupidez humana como de la enorme potencia de la sugestión que se moviliza.

En la referencia a la situación transferencial, se trata de la creencia en la persona del médico, en sus intervenciones o en la verdad de sus interpretaciones. Pero ¿qué es lo que sostiene la creencia en el monarca, en Dios, en el líder o en el médico, sino precisamente la suposición de que esa figura no está afectada por la castración? ¿Qué otra cosa significa la afirmación de que tanto en el enamoramiento como en la hipnosis el objeto (el amado, el líder) está ubicado en el lugar del ideal del yo –o del yo ideal, según el caso- sede de todas las perfecciones a que el yo aspira? (Freud, 1921)

Retomando la distinción entre creencia y fe, diremos que en los comienzos, todo psicoanálisis pasa por un pacto de fe. El paciente y el analista se comprometen a responsabilizarse por lo que suceda en sus encuentros. Pero este pacto está de entrada destinado a disolverse. A diferencia de las terapias sugestivas o las técnicas de manipulación de voluntades, que pretenden eternizar el lazo de fe, el análisis se plantea una paradoja: construir un pacto que permita el despliegue de la neurosis de transferencia, para trabajar a favor de su disolución. [12]

Las instituciones

La historia ha dado sobradas muestras de las consecuencias político-institucionales de una fe establecida. Mueve montañas, afirma el dicho popular, lo que resulta muy discutible –tal vez la mecánica cuántica pueda decir algo más-. Pero lo que no se discute es que mueve multitudes y las conduce a empresas monumentales, a creaciones maravillosas tanto como a exterminios, masacres y destrucción. Una de las formas más crudas de regresión y desmentida se encuentra en las formaciones de masas, en la dependencia de un líder, en el amparo de una ideología, de una religión, de una bandería.

Elías Canetti [13] observó con agudeza que la masa conforma un solo individuo. Cada uno de sus miembros participa de la ilusión de ser Uno con el otro, con todos los otros. Es un modo de satisfacción sustitutiva de esa aspiración tan antigua que habita el alma humana. La condición de posibilidad se la brinda lo que Freud denominó “estructura libidinal” de la masa[14], es decir que lo que une a la masa como tal son lazos libidinales, amorosos, de identificación. Ellos son de dos tipos, apuntan a diferentes direcciones: los que unen a los miembros con el líder y los que los unen entre sí.

La función del líder es decisiva, si bien su psicología juega un papel secundario. No existen características individuales o carisma que garanticen de por sí la formación de una masa. Es la creencia en él –volvemos aquí a nuestro hilo conductor- lo que lo hace líder. Y esa creencia se sustenta en el mecanismo subjetivo de la desmentida. Para instalar un líder al que amar es preciso desmentir la realidad de su castración. Cuando esa creencia deviene fe, la masa es capaz de cualquier cosa, desde las mejores realizaciones a los crímenes más atroces.

Estoy convencido de que esta psicología de las masas se impone casi de inmediato en cualquier grupo humano, porque siempre hay en juego un poder a repartir. Los grupos de psicoanalistas son necesarios, ineludibles, diría. Sobre todo porque nuestra práctica diaria se realiza en soledad con los fantasmas propios y de nuestros pacientes, Creo que para poder escapar a la locura, los analistas nos reunimos. Y nos reunimos alrededor de muchas cosas. En el tabernáculo de nuestros templos están las obras de Freud (BN o Amorrortu, según los gustos). La práctica talmúdica es común a todos. Todos leemos el “mejor” Freud, el más genial y anticipatorio. Pero allí el monoteísmo mosaico deriva en un retorno al paganismo idólatra y cada grupo tiene sus santos. Y cada santo su sacerdote.

En 1983 Guy Rosolato publicó en la Nouvelle Revue de Psychanalyse un artículo titulado “El psicoanálisis idealoducto”. La idea es que una de las dimensiones de todo análisis es la transmisión y conducción de “ciertos ideales considerados indispensables para su teoría y su práctica”.[15] De este modo despliega una crítica despiadada a las prácticas institucionales y al discurso teórico del lacanismo. El rigor con que juzga a ese movimiento se explica por el contexto histórico y geográfico. El psicoanálisis francés de comienzos de los 80 venía de perder a su referente más polémico y genial, que había logrado construir una escuela que se expandía rápidamente por América Latina e influía decisivamente en los medios intelectuales norteamericanos, mientras que su lugarteniente no disimulaba las ambiciones coloniales.

No obstante, la crítica es aguda y se centra en la predominancia de un líder, que en soledad pronuncia sentencias enigmáticas y maltrata a sus seguidores más brillantes, exigiendo de ellos absoluta fidelidad, al tiempo que estimula la fe ciega en una doctrina dogmática e irrebatible. Creo que, más allá del contexto, sus observaciones son muy atinadas y se aplican a cualquier escuela que responda a esa estructura. Las diversas biografías de Freud también nos ponen al tanto de la estructura libidinal de la Sociedad de Viena y la International lideradas por el fundador. Una hermosa película de Cronenberg, “Un método peligroso”, muestra una faceta de esta cuestión.

Cuando intenté escribir lacanismo escribí laconismo. El lapsus calami me llama a la reflexión. Es hora de ir terminando, con más preguntas abiertas que certidumbres.

Comencé diciendo que el tema de este año se refiere a la ética de nuestro oficio, que navega entre la literatura, la religión y la ciencia. Recorrimos la génesis y la función psíquica de la creencia, cómo ella realiza deseos fusionales muy tempranos, hemos intentado despejar la diferencia entre creencia y fe y exploramos sus consecuencias en el campo transferencial, ya se trate del dispositivo clínico o de las formaciones institucionales en las que nos reunimos.

Quiero cerrar mi exposición de hoy planteando la pregunta que más importa:

¿Qué cabe esperar de un análisis?

Ciertamente, en eso coincidimos todos, el alivio de los sufrimientos psíquicos. De otro modo nada tendría sentido. Ya no podemos –si es que alguna vez alguien, fascinado con la teoría especulativa, lo pretendió- desentendernos de sus efectos terapéuticos. Pero, si aspiramos a sublimar la fe, a disolverla a través de sus producciones simbólicas ¿qué destino esperar para la creencia? Lejos estamos de considerar que un análisis exitoso conduce a una suerte de nihilismo, de no creer en nada. Muchas veces el éxito consiste en desarrollar la confianza en el suspicaz o la reflexión en el crédulo, abriendo de este modo nuevos caminos para el amor y el trabajo.

Me quedo hoy con una frase, casi aforística, de nuestro Dios Lógos comunitario, o quizás el Moisés fundador:

Dice en “Análisis terminable e interminable”, refiriéndose al análisis didáctico, que “…cumple su cometido si instila en el aprendiz la firme convicción en la existencia de lo inconciente”[16]. En este punto sigo a Lacan cuando decía “el psicoanálisis, didáctico”, para sugerir que ése es el resultado esperable de todo proceso analítico. Esa convicción, que no proviene de la fe, ni del aprendizaje teórico, sino del atravesamiento de una experiencia “real” impulsa a responsabilizarse por los actos que el deseo inconciente realiza.

15 de marzo de 2012

[1] “Esa increíble necesidad de creer. Un punto de vista laico”, Paidós, Bs.As., 2009

[2] Cf. Ileyassoff, Ricardo., La génesis pulsional de la diferenciación psíquica (inédito)

[3] Debemos recordar que «fe» y «creencia» son conceptos antagónicos.

Fe, es la ceguera irracional que se aferra a fantasías (y raras veces a hechos), más allá de cualquier interés en la lógica y la razón.

Creencia, es la confianza que se adquiere merced al esfuerzo por descubrir lo que se oculta detrás de lo aparente.
La fe se apoya en el sentimentalismo volátil y la respuesta impensada.

La creencia se fundamenta en la razonada emotividad, y se construye por medio de filosas preguntas y edificantes acciones.

La fe exige absoluta sumisión silenciosa.

Pero, cuando se desarrolla la creencia, se acrecienta la confianza voluntaria en el Eterno.

[4] En O.C., B.N., pág. 1745 y ss.,

[5] Hebreos X, 31

[6] Seminario XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Bs.As. Paidós, Cap. V, pág. 67

[7] La filosofía en el tocador, Libros Étre, Bs. As., 1982

[8] La Cábala y su simbolismo, Raíces, Buenos Aires, 1988

[9] Título de un breve estudio escrito a propósito de un opúsculo de Zvi Kolitz, “Iosl Rákover habla a Dios”, FCE, Bs. As. 1998

[10] la primera redacción de la Mishná se cree que data del año 200 d.C.

[11] Hipnosis, OC, AE, Vol I

[12] Cf. R. Zygouris, “El amor paradojal o la promesa de separación” en Pulsiones de vida, Ed. Portezuelo, Bs.As., 2005

[13] Masa y Poder, Alianza Muchnik, Madrid, 1983

[14] Psicología de las masas y análisis del yo, en O.C., AE, T.XVIII,

[15] Revista de Psicoanálisis XLIII, Nº 1, 1986

[16] OC, AE., T XXIII, pag. 250

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